Un joven de 14 años intenta pulsar las gruesas cuerdas de un bajo eléctrico mientras busca los tonos con la mano izquierda: es Fernando Tapia, quien acaba de integrarse al grupo “Los Freddys Boys” formado por su hermano José Luis y Valentín Terrones.
Ensayan en una pequeña casa de la calle Álvaro Obregón al cruce con la calle 78 en el barrio tapatío de San Andrés. Era el año de 1962, repasan el repertorio de boleros y baladas.
José Luis dirige en la guitarra, Valentín toca la batería, Arturo Chávez en el requinto y Ricardo Valdéz canta. La práctica incluía la apreciación musical con las canciones de “Los rebeldes del rock”, “Los Apson”, “Teen Tops”, y de solistas retratados en blanco y negro como Angélica María, Alberto Vázquez, Enrique Guzmán y César Costa.
El mismo año de su formación, el grupo aceptó una tocada en la cuna del rock nacional, Tijuana, sin adivinar la transformación que conllevaría un viaje pensado sólo para comprar instrumentos y aprender un poco más de música.
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En el salón de una amplia oficina ubicada en Ciudad del Sol, Zapopan, cuelga el retrato del joven Fernando Tapia que porta un traje de solapas con encaje, moño, camisa de puños con volantes estilo victoriano y en el dedo meñique una sortija de sello.
A los 75 años, el bajista conserva de la juventud la expresión concentrada del entrecejo y la sonrisa que se dibuja al recordar aquel viaje con más esperanzas que equipaje.
«Nos fuimos rumbo a la frontera sin saber afinar guitarras, sin saber qué instrumento era bueno o qué cuerdas eran las adecuadas o como se afinaba un instrumento», cuenta Tapia.
Recuerda como él, José Luis, Valentín y Arturo empujaban un Buick rojo modelo 1941 mientras el mecánico Arturo Cisneros metía la segunda velocidad para darle marcha hacia la carretera federal 15, rumbo a la frontera para dejar la ciudad mariachera y el germen guerrillero del barrio.
Llegaron a la seca y fría Tijuana, el 6 de enero de 1963. Fernando tenía en mente conocer la ciudad, perfeccionar sus habilidades musicales y buscar un cantante, porque Ricardo Valdéz, el primer vocalista, canceló su asistencia. Sin voz, Arturo Cisneros se quedó con la plaza de cantante al cantar «Las cerezas» de los Hermanos Carrión.
Después del debut, el grupo siguió presentándose en pequeños bares y alternaban con los oficios que dominaban: Fernando y su hermano la fotografía, Valentín Terrones la carpintería y Arturo Cisneros la mecánica.
«Vivimos de lo poquito que sabíamos hacer, de eso buscamos trabajo para más o menos irla pasando en Tijuana. Y para tomar tocadas donde sabíamos que se podía».
El cofre del Buick servía de mesa para los cinco muchachos que devoraban una panela con tres kilos de tortillas y una lata de chiles chipotles y, de postre, cacahuates confitados.
Con el estómago lleno arrancaban el Buick hacia el centro de Tijuana en busca de cualquier escenario. Un foco rojo en la puerta, recuerda Fernando, les indicaba la disponibilidad en los bares de parejas y borrachos.
«Sabíamos que podíamos tocar en los bares donde había un foquito rojo. Ahí tocamos algo de nuestro repertorio a los que estaban pisteando».
Ofrecían sus canciones en foros con seis o siete espectadores. Terminada la velada, cobraban diez pesos por canción, dinero que usaban para gasolina y comida.
También salían de Tijuana a buscar bares en los caseríos fríos y empolvados de la periferia. Tras las presentaciones en alguno de los tantos pueblos esparcidos en frontera se estacionaban al pie de la carretera para descansar.
«Bajábamos nuestros instrumentos y a dormir en el carro, que nomás tenía los cristales delanteros. Al día siguiente decíamos dónde estará el otro foquito rojo. Pero si nos había ido bien, nos quedamos un día más».
En Tijuana, cuenta Fernando, frecuentaban el bar Mikes a Go Go, un oasis ubicado sobre la avenida Revolución donde músicos mexicanos tocaban covers de bandas inglesas y americanas: canciones de «The Beatles», «Rolling Stones» y «Earth, Wind and Fire», entre otros, era el repertorio de hábiles músicos que, como ellos, buscaban un lugar.
Con la visita también intentaban acercarse a los músicos y pedirles consejos musicales. Muchos les ayudaron, entre otros, el generoso Javier Bátiz, padre del rock mexicano.
Otros músicos cuestionaban a los jóvenes por el género de la banda, las baladas románticas, un tipo de música menospreciado por los rockeros.
«Éramos muy criticados o, más bien, éramos mal criticados porque allá sólo se tocaban puros covers pesados de rock, y en inglés, y nosotros éramos románticos y tocábamos puras baladas».
La crítica poco ayudaba al ánimo de los músicos pues cada día escaseaba el trabajo en cualquier escenario tijuanense. Y donde encontraban, mal pagado.
Conseguían lugares con poca audiencia escasa que pagaban entre cinco y ocho dólares por canción o, por noche, entre 20 y 30. Si tocaban en un restaurante, les pagaban en especie.
«Comíamos en el restaurante antes de presentarnos y nos hacían firmar por el consumo. A la hora de la hora salíamos debiendo la comida o nos quedaban unos cuantos dólares».
En la escasez, el grupo amplió su repertorio con algunos éxitos del momento para tocarlos en vivo y ganar algunos dólares más. Funcionó por algún tiempo, pero la fotografía, la carpintería y la mecánica representaban el mayor ingreso para seguir con el sueño musical.
El mismo año de 1963, un familiar de los hermanos Tapia, Antonio González Padilla, los invitó a grabar un disco LP de diez canciones “Los Freddys” bajo el sello de Peerless/ECO, la misma disquera de Pedro Infante.
No la portada de los seis muchachos sonrientes que aparecen delante de la Puerta México, el enorme ingreso de 27 carriles a México desde los Estados Unidos, logró darle fama inmediata.
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El disco grabado en menos de un año de residencia significaba un gran primer paso. Animados por el logro, los músicos promovieron el LP en las radios y lo vendían por 25 centavos en las discotecas, tiendas de discos.
El género romántico gozaba de la preferencia de la audiencia del centro del país con representantes como Julissa, Los Panchos o Los Dandys. Pero en el norte, el rock dominaba la escena.
«En una estación de radio, después de llevar el disco, vimos que el locutor quebró el disco y lo aventaba a la basura».
Lo que pasó, explica Fernando, los llevó a cuestionarse ¿cómo y qué estamos haciendo mal?
Los músicos experimentados también criticaron la grabación. Pensaban que la música de “Los Freddys” era sencilla y fácil de tocar, sin la exigencia técnica, los grandes arreglos, sin trompetas, trombones, guitarras o ejecutantes fabulosos.
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Poco a poco, en las estaciones de radio tijuanenses la gente comenzó a pedir las canciones de “Los Freddys”, el grupo del éxito “Diciéndote te quiero”, una canción tan buena como “Si te doy mi corazón” del grupo uruguayo Moonlights, también radicado en Tijuana.
«De pronto la gente decía que pongan a los Freddys, a los Freddys y a los Freddys, y así nos empezaron a conocer más».
Cuatro canciones de las diez del LP se convirtieron en éxito indiscutibles a nivel nacional: además de “Diciéndote te quiero”, “Sueño feliz” y “Ven, dame tu fe”, composiciones de Antonio González Padilla, y “Sin razón para vivir” adaptación al español de “Tired of waiting for you” de The Kinks.
Fernando asegura que, gracias a las canciones de Antonio González Padilla, el grupo consiguió el estilo musical característico del grupo.
«Jamás pensamos que nos pasaría todo esto porque nosotros sólo íbamos a aprender de la vida, salir de la casa y comprar instrumentos para seguir en la música sin saber qué iba a pasarle a Los Freddys. Nadie sabe si vas a tener éxito o no».
La carrera de “Los Freddys” comenzó en conciertos y festivales de Tijuana, Mexicali, Ensenada y Tecate; La Paz, Baja California Sur, y ciudades de Sonora y después por todo el país y los Estados Unidos.
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El grupo regresó a Guadalajara en 1978, 15 años después. Los movimientos estudiantiles y políticos quedaron en segundo plano para los Freddys, dedicados a sobrevivir y mejorar sus habilidades musicales. Encontraron el barrio transformado, base de la lucha social de los Vikingos y de la Liga 23 de Septiembre.
«Nosotros conocíamos a todos los supuestos Vikingos que eran de San Andrés. Unos eran nuestros unos amigos, otros sólo conocidos, todos con una trayectoria importante que a nadie se le olvida porque están pintados en las bardas del barrio».
Dos rockolas clásicas y un piano vertical ambientan el recinto dela oficina de Fernando Tapia donde atiende a la prensa y anuncia exclusivas a sus seguidores en las redes sociales de “Los Freddys”.
Fernando Tapia atribuye el éxito a la balada romántica, género que sostiene al grupo.
«Es lo que vale para todo artista o grupo: llegar a un estilo propio, no imitar a nadie, ser único en tu estilo sea chueco, malo, derecho, ronco, como tú cantes, si tienes hit, ese sello queda para toda la vida».
Desde la década de los 60 hasta nuestros días se acumulan los éxitos con canciones como “Déjenme llorar, “El primer tonto” y “Tu inolvidable sonrisa”, entre decenas de canciones.
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En 1994 el cantante Arturo Cisneros dejó el grupo para comenzar su propio proyecto. Sin embargo, la agrupación continúa con Fernando como el último integrante de la primera conformación tras la muerte de José Luis en el año 2019.
Solistas como Julio Preciado, Lupillo Rivera y el Grupo Firme graban e interpretan sus canciones. Además, Los Freddys preparan un nuevo disco de homenaje póstumo a Vicente Fernández.
El sonido de Los Freddys continúa acompañando a viejas y nuevas generaciones que, de vez en cuando, reviven una antigua polémica.
«La gente, a quien le agradecemos siempre con mucho cariño, se pelea porque dice que Los Freddys son de Tijuana, donde estuvimos 15 años, pero nos formamos en San Andrés y hablar de Freddys es hablar de Guadalajara, y de Jalisco con mucho orgullo».
La discusión se agota si se acepta que la música de Los Freddys es de todos.
«El sonido de Freddys representa a Guadalajara y a San Andrés, pero también es una música que a todos nos trae recuerdos de la vida, es una música que llegó para quedarse».