La leyenda de Nachito es de las más populares del Panteón de Belén. Pero hay quienes aseguran que en su tumba no hay un niño, sino un adulto fallecido la misma fecha que el infante: el 24 de mayo de 1882.
La leyenda cuenta que Nachito era un niño o un bebé con una extraña condición: tenía miedo a la oscuridad. Sus padres, para los terrores nocturnos de su hijo, siempre dejaban luminarias en su cuarto.
Una noche, cuando Nachito dormía, sus padres salieron a una fiesta. A medianoche un vendaval apagó las luces. En medio de la oscuridad, Nachito despertó y su corazón no soportó el espanto.
Tras el entierro en el Panteón de Belén, los veladores escucharon gritos de la tumba del niño hasta que una noche encontraron su ataúd sobre la tumba.
Los padres comprendieron que a pesar de la muerte su hijo aún temía a la oscuridad. Para consolarlo, lo pusieron dentro de un sarcófago de piedra —con grietas para iluminarlo en el día— sobre su tumba y colocaron cuatro antorchas para las noches.
El arquitecto David Zárate Weber, quien coordinó la restauración del Panteón de Belén en 2006, sugiere que en el imaginario de los visitantes el pequeño sarcófago de piedra sobre la tumba explica la edad del difunto.
«Se dice que un día amaneció el ataúd arriba de la tumba, como está ahora, lo que reforzó la idea de que se trataba de un niño».
Pero el sarcófago es un símbolo funerario importado de Europa y de los Estados Unidos que refiere el antiguo montículo de tierra o piedras, el túmulo, con columnas rotas, como lo explica Manuel Aguilar-Moreno en el libro La perfección del silencio.
“A la usanza de los sarcófagos de las culturas hinduistas e islámicas del oriente. En las esquinas de la estructura hay obeliscos rotos simbolizando la muerte, lo cual es un elemento grecorromano popularizado por el neoclasicismo”.
Zárate Weber acerca de la reacción social contemporánea que provoca la leyenda de Nachito, dice que es la comunidad conmovida con la tragedia del niño que apapachan con dulces y juguetes sobre la tumba.
«Sucede que sí existió una persona con ese nombre, de 45 años. No era un niño. Además, en esa época era usual llamar a la gente mayor con diminutivos: ‘ve con don Nachito’, ‘dile a don Nachito’, por ejemplo», narra el arquitecto Zárate Weber.
Explica que a finales del siglo XIX, la esperanza de vida de los tapatíos era menor que la nuestra: así, una persona de 40 años ya tenía un pie en la tumba.
José René Gutiérrez Bravo, ávido lector y librero de profesión, vende ejemplares de Panteones de Belén y Mezquitán, sus leyendas, afuera del panteón. Pinta a un Nachito con una enfermedad caracterizada por rasgos infantiles que lo llevaron a la tumba a los 28 años.
«Fue lo que escuché desde niño, porque mi madre vivía en esta calle de Sarcófago, hoy Eulogio Parra, y tiempo después me fui a vivir a la calle General Arteaga».
Frente a una camara de TV Azteca, Francisco Palacios, director del Museo del Panteón de Belén, cuenta la leyenda de Nachito, el niño que murió por miedo a la oscuridad. Pero cree que podría tratarse de otro personaje que se explica a través del pequeño ataúd sobre la tumba.
«Es un monumento mortuorio que simboliza a un infante, pero que también nos da la idea de que él era un doctor pediátrico, Ignacio Torres Altamirano. Entonces por eso le pusieron este monumento: en el arte mortuorio significa que él curaba a los niños».
Sobre la superficie blanca de la lápida de Nachito sólo está inscrito su nombre completo y una fecha “Mayo 24 de 1882”, sin más indicios.
Otro Ignacio Torres Altamirano surge de actas y certificados de nacimiento, matrimonio y defunción recopilados en plataformas genealógicas como FamilySearch y Ancestry, reunidas por la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, y del proyecto académico desarrollado por el Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM (Geneanet).
De acuerdo con la plataforma FamilySearch, el otro Nachito nació en Guadalajara y fue bautizado en el templo de Nuestra Señora del Pilar el 27 de diciembre de 1843 por su padre, Francisco Torres Carmona, de 26 años, y su madre, María de la Concepción Altamirano Celis, de 22 años.
Vivió su infancia en Guadalajara y salió del estado para cursar la carrera de medicina, pues a finales de la década de los años 1850 la Escuela de Medicina de la Universidad de Guadalajara ofrecía el mismo programa, pero el clima político hacia fluctuante la función de la Universidad. La operación dependía de que los conservadores tuvieran el poder y, de lo contrario, los liberales la cancelaban.
En la capital cursó su carrera en la Escuela de Medicina con especial desempeño, de acuerdo con la Gaceta Médica de México, porque ganó “por su aplicación y aprovechamiento de los primeros lugares en los cursos que seguía”.
Después de recibido se radicó en Guadalajara donde ejerció “con general aceptación, manifestándose siempre a la altura de la ciencia”.
Fue miembro de las sociedades “Médico Mutualista” y la del médico-farmacéutico “Doctor Pablo Gutiérrez”, donde profesionales punteros en su ramo se involucraban en proyectos educativos, sociales y culturales.
“Comprometidos con el desarrollo del país y con la idea de que el progreso nacional dependía de la instrucción de la población”, de acuerdo con las historiadoras de la UdeG, Rebeca García y María del Pilar Gutiérrez.
En la Escuela de Medicina de Guadalajara dictó la cátedra de patología externa en la institución operada desde la década de los años 1860, de manera regular, por el gobierno del Estado de Jalisco a través de la Dirección de Estudios Superiores.
Se identificó con el número 88 en el Registro General Alfabético de los Socios Corresponsables de la Academia Nacional de Medicina desde su fundación en 1864 hasta el 1 de enero de 1901. Estuvo con otros corresponsales de la talla del farmacéutico y toxicólogo Lázaro Pérez Gutiérrez y los médicos Ramón Ochoa y Leonardo Oliva de Alzaga.
Ignacio Torres Altamirano se casó a los 26 años con la veinteañera María Rafaela Petronila Palomar de la Hoz el 10 de abril de 1869 en el Sagrario Metropolitano de Guadalajara, en el mismo templo en el que se casaron los padres de Ignacio.
Durante su matrimonio tuvo tres hijas y un hijo. Las primeras dos fallecieron: María de la Concepción Ana Torres Palomar nacida en 1870, y María de la Paz Josefa Torres Palomar, fallecida en 1872.
Durante el empeño por formar una familia, la Academia Mexicana de Medicina en “apreció en su justo valor el mérito del doctor Torres Altamirano” lo nombró su socio corresponsal el 11 de junio de 1873.
La tercera hija, María Luisa Torres Palomar, nació en 1880 y falleció a los 77 años en 1957.
El cuarto hijo fue José de la Luz Torres Palomar, nacido en 1873. Dedicado a las artes se trasladó a Nueva York en 1918 con el cónsul Adolfo de la Huerta. Pero de la Huerta regresó a México para ocupar la presidencia y cortó el financiamiento del artista que enfermó y falleció en 1920 según relata José Juan Tablada en México en Nueva York.
Su padre, Ignacio Torres Altamirano, murió a los 38 años en la ciudad de Guadalajara.
«El 24 de mayo próximo pasado a las 9 de la mañana falleció en Guadalajara el Dr. Ignacio Torres Altamirano, socio corresponsal de la Academia de Medicina de México», reseña la Gaceta Médica.
«Hoy con el mayor sentimiento registra su nombre en el catálogo de sus socios muertos uniéndose al duelo de las sociedades médicas de Guadalajara poseen por pérdida tan lamentable», se reseñó en la necrología de la Gaceta Médica.
Nachito en la tradición oral
En una charla informal después de un recorrido, el director del Panteón, Francisco Palacios, refiere que las leyendas, incluida la de Nachito, se contaban entre los vecinos del panteón desde 1965 en una época que impulsó la restauración, investigación y explotación turística del recinto.
La historia de Nachito, como el resto de los relatos, encaja en la definición de leyenda urbana según explica el antropólogo Marco Antonio Molina en el libro Leyendas urbanas y tradicionales en el México del siglo XXI.
“Es una historia con referentes reales (personas, lugares), narra un suceso con elementos sobrenaturales o extraordinarios y tiene un valor de verdad”, en el caso de Nachito, la tragedia del niño cuyos padres, al descuidarlo, provocaron una serie de sucesos extraordinarios, apariciones y una enseñanza moral.
Molina explica que las leyendas de niños muertos con violencia son el recordatorio sobre los cuidados que merecen los menores. Omitir la advertencia origina las apariciones de los niños que penan y perturban a la comunidad.
Es difícil ubicar el origen de la leyenda, pero contiene elementos de la tradición oral, es decir, de la transmisión de boca en boca que no explica a los personajes históricos de los “Nachitos”, sino los temores y preocupaciones de la comunidad.
“La tradición oral nace entre las sociedades para transmitir, de generación en generación, ciertos mitos, leyendas, gestos o sucesos de la comunidad, que le dan cohesión y forman parte de su autoconsciencia”, explica la historiadora Graciela del Garay.
Como hace décadas, Nachito encabeza las muestras de piedad del turismo que también le atribuye poderes sobrenaturales: en la limitación física del panteón, Nachito es capaz de ver lo que nosotros no podemos, acaso las hebras del destino, cualidad aprovechada por los devotos para pedirle un milagro a cambio de juguetes, flores, dulces.