Mara Marcelli *
Vale una breve reflexión a un día de cumplir la cuarentena. Algo que en un principio parecía imposible de conseguir, se ha convertido en lo más cotidiano para muchas familias españolas. El encierro.
Transcurridas las primeras semanas de subidón, en las que te embarga una especie de “borrachera de tiempo libre” y te pusiste a limpiar armarios, a cocinar recetas extravagantes, a hacer reparaciones domésticas y adoptaste una nueva rutina deportiva, los días pasan y luego es todo ya más de lo mismo.
Estás haciendo teletrabajo, pero aun así, te embarga una sobredosis de tiempo libre, en la que te ves a ratos perdiendo las ganas y sumando los kilos, o las botellas. Te has cansado de ir del salón a la cocina, de la cocina a la habitación, de salir a aplaudir al balcón y te has acostumbrado a pasar los férreos controles de seguridad para entrar y salir del Mercadona, como en su día lo hiciste con los controles del aeropuerto. Ves como paulatinamente se instaló una nueva normalidad en tu vida, que sólo es el principio alterado de nuestra forma de vivir tal y como la conocíamos.
Hay reticencia a pensar muy en serio en lo que viene. Tal vez por eso las videollamadas son menos frecuentes —además de que nadie tiene nada nuevo que contar—, porque la discrepancia entre la visión que cada uno tiene del tema —entre las teorías más catastrofistas, el teje y maneje político y la situación de la sanidad pública—, ya ha levantado una que otra fricción y lo que menos quieres es quedarte sin gente a la que visitar una vez que puedas hacerlo.
Cuando tienes oportunidad de salir a la calle, alcanzas a percibir como el aire de la ciudad de Castellón está contaminado por el miedo. Lo ves en la mirada esquiva del otro, el ciudadano con el que no estableces ningún contacto porque lo percibes como una amenaza. Las teorías conspiratorias ganan terreno, porque indefensos como nos han hecho sentir, somos caldo de cultivo para la paranoia. Se habla de unidad pero hay una creciente vigilia del comportamiento del vecino.
Las fruterías de la avenida Valencia, que solían ser el punto de encuentro de muchos vecinos, están ahora algo desoladas. Las farmacias y las tiendas de tabaco, abarrotadas. Los supermercados vuelven a tener en existencia todos los productos de primera necesidad y venden ahora más botellas de vino y cerveza que papel higiénico. Toda la gente se ha puesto a hacer pan y parece ser que las asociaciones animalistas han multiplicado los registros de adopción de perros (el único permiso que hay para salir a pasear, es sacar a tu mascota). Las prioridades han cambiado.
Cada semana, Pedro Sánchez, presidente del Gobierno de España, sale a anunciar que suma dos semanas más a la cuarentena, y es algo que ya poco sorprende a la población. La gente en general se queja del confinamiento, pero lo cumple sin protestar. Al menos en Castellón de la Plana, esta pequeña ciudad mediterránea, se ha visto a muy poca gente saltarse la cuarentena y hoy se cumplen ya dos días sin muertos en la UCI local por coronavirus.
En el país se habla con seguridad de que lo peor de la crisis ya ha pasado, pero sabemos bien que tenemos otras crisis por delante, de carácter moral, ético, existencial… Como sociedad, tenemos deberes pendientes, pues hemos permitido la hipervigilancia del estado sobre los ciudadanos y con demasiada facilidad cedimos muchos de nuestros derechos básicos —como la libertad—, además del detalle de la inminente ruptura de la Unión Europea.
Como individuos, muchos nunca habíamos tenido la oportunidad de confrontarnos con nosotros mismos por un largo periodo de tiempo: ¿habremos descubierto los hilos que mueven nuestras vidas? Esto sólo ha sido una pausa entre los retos que nos quedan por asumir.
*Exjefa de información de La gaceta de la Universidad de Guadalajara