El pintor jalisciense José Clemente Orozco sostenía que la “forma pictórica más alta” y la “más pura” era el mural. Los espacios, las estéticas, las formas, los mensajes de los frescos que surgieron con el muralismo desde 1922 dejaron una huella no sólo en la historia del arte mexicano, sino en la forma de concebir la expresión artística.

Las paredes y los espacios públicos pusieron el arte frente a cualquier persona, no sólo al alcance de los más privilegiados como sucedía hasta entonces. Los muralistas propiciaron que el oficio artístico dejara de ser desde y para “los cultos” e intentaron democratizar el conocimiento, reivindicar la justicia social, mostrar el “México real” a la vez de confrontar ideologías, formas de ver la historia y la vida.

Con sus limitaciones, el muralismo, sin embargo, fue víctima del centralismo y de los vaivenes económicos y logró diseminarse apenas tímidamente fuera de la Ciudad de México. Con el tiempo esta disciplina se fue difuminando para dar paso a una forma artística que se enfoca más a lo decorativo que a generar una propuesta con un trasfondo político social.

El especialista en arte público de la Universidad de Guadalajara, Jesús Alberto Peredo Pozos, analiza en este espacio el origen, la fuerza creativa y estética, el desarrollo del movimiento muralista y su influencia a un siglo de su surgimiento.