Moilère nació en el París de Luis XIV, el Rey Sol. No existe ninguno de sus manuscritos, informan sus biógrafos. La Comedia Francesa guarda, como reliquias, un viejo sillón donde descansaba Jean-Baptiste Poquelin ─el verdadero nombre de Molière─, después de sus actuaciones. Además de un documento donde se informa su muerte; un gorro y un reloj, estos dos últimos con su nombre. Y no más.
Sus obras teatrales están escritas desde la experiencia del actor. Más dos requisitos de suma importancia: entretener al público, ya que necesitaba de las entradas para el sostenimiento de la troupe (compañía de artistas), y manifestar su lealtad a la Corona.
La comedia Tartufo o el impostor causó revuelo desde su primera representación. Salieron a combatirla «las fuerzas ocultas». En el Prefacio a la primera edición, Molière relató algunos ataques sufridos: «…han encubierto sus propósitos con la causa de Dios; y Tartufo, en su opinión, es una obra que ofende la piedad. Está plagada de profanaciones de punta a punta, y todo cuanto hay en ella merece la hoguera».
Luis Jouvet, un actor especialista en Molière se pregunta en su libro Testimonios sobre el teatro (1953), el por qué de su puesta en escena. Y se contesta: «Tartufo no tiene otra respuesta que la definición del teatro: una tentativa de distracción, de comprensión, de efusión». Líneas adelante, agrega: «…la naturaleza misma de una obra de teatro consiste en ser presa de aquellos a quienes ─actores y espectadores─ ha sido destinada. Así engendra ella debates, réplicas, controversias, disputas, querellas y disensiones. Tartufo es el ejemplo más perfecto».
Tartufo se presentó por primera vez el 12 de mayo de 1664 ante la Corte. De inmediato fue prohibida. Tiempo después le fue concedido el permiso real y fue presentada en el Teatro del Palais Royal. El resultado: un éxito total. Los llenos fueron asombrosos. Las remuneraciones fueron calificadas como exageradas. En verdad fueron justas. Fue el pago para una obra de arte. Todavía en 1672 se representó tres veces.
Se puede concluir que esta comedia representa una falsa práctica de la religión. Tartufo evangeliza a Orgón, el jefe de la familia y se adueña de su voluntad. Lo demás le llegó por añadidura: Orgón le dona todos sus bienes y le da en matrimonio a su hija Mariana. Tartufo comete un error, corteja a Edelmira, la esposa de Orgón y es descubierto. En lo dado por añadidura resalta el poder de la religión sobre sus conversos. Decir que es la hipocresía lo que se representa es sólo la máscara. Lo que está en escena es el rostro, el poder de manipulación de los falsos religiosos. Quizá (valga la suposición) el arzobispo de París, el principal censor, lo captó de inmediato.
La llegada del Oficial en representación del Príncipe en la escena última de Tartufo, para resolver el problema, es publicitar a la monarquía en su aspecto justiciero. «Vivimos bajo un Príncipe que es del fraude enemigo» sostiene categórico el Oficial en tanto se lleva a prisión a Tartufo. Es un final que no está a la altura de de la puesta en escena.
En América, Molière tuvo (y tiene) sus admiradores. Uno de ellos fue don Miguel Hidalgo y Costilla. Tradujo Tartufo y «lo hizo representar en varias ocasiones», afirma Ernesto de la Torre Villar. El cine también se ha interesado en esta comedia. Un dato menos antiguo: el 22 de julio de 1929 y siguientes se presentó en Guadalajara, en el Teatro Cine María Teresa (Cruz Verde 121) la película Tartufo. El Hipócrita (1925), con la interpretación de Emil Jannings. Este filme fue dirigido por P.W. Murnau y desde el inicio hace una aclaración: «Una comedia de Molière por Carl Mayer».
Desde 1672 se acuñó la palabra Tartufo para todo aquel hipócrita que tiene como fundamento la religión para conseguir sus propósitos. La palabra se sigue actualizando. Hay publicaciones, a manera de ejemplo, que denominan como ecotartufos a todos aquellos que toman como bandera la ecología sólo para conseguir sitios políticos.
Jean-Baptiste Poquelin (París 1622─1673) se sintió bastante enfermo en la cuarta representación de El enfermo imaginario. Lo llevaron a su casa y horas después falleció sin confesión; ningún sacerdote quiso auxiliarlo. Para sepultarlo el arzobispo aceptó el entierro en sagrado por intervención del rey. Su alego era que Molière no se había arrepentido de su vida de cómico.
Agustín Basave, el ilustre profesor universitario, escribió: «Hay en su teatro, profundidad a la vez que una inmarcesible alegría; y aunque, en su fondo, Molière, era un melancólico…».