Graduarse y soñar en la Sierra

En la comunidad de Ocota de la Sierra, la generación 2021-2024 de la Preparatoria Wixárika celebró su graduación. En esta ceremonia única, estudiantes y maestros se reunieron para honrar su cultura y, a la vez, el esfuerzo por abrir nuevos caminos a través de la educación

El camino a Mezquitic

Viajamos rumbo al norte por autopistas tersas y bien señalizadas que auguraban un trayecto sin dificultades. Pero, después de pasar Santa María del Oro, la carretera federal se transformó en una brecha de lodo y polvo, polvo que se perdía en la niebla de la Sierra Madre Occidental.

Andrea Chávez y Óscar Ríos, jóvenes maestros de la Preparatoria Wixárika de Ocota de la Sierra, nos guían a su escuela en Mezquitic, donde se celebrará la graduación 2021-2024.

Los estudiantes eligieron a Marcela Hernández, coordinadora de Fomento al Desarrollo Integral y de Rugido UDG, como madrina. Para Andrea, una nueva generación de graduados es un logro como profesora.

“Acompañar a los estudiantes y sus familias en la graduación me hace sentir sumamente honrada, porque siento que mi trabajo está sirviendo de algo”.

Porque los estudiantes de la sierra aprenden con todo en su contra: la cultura, la etnia, la lengua, hasta la geografía. Pero estas mismas cualidades, incompatibles en el mundo mestizo, les abren paso para fortalecer sus propias expectativas de vida y de la comunidad.

Preparatoria Wixárika

Recorrimos 400 kilómetros para llegar a la escuela, localizada a las afueras del pueblo. La maestra Andrea nos guía por las instalaciones, un semicírculo de concreto que parece surgir del pedregal circundante. No es el típico edificio de prismas alineados, es una herradura fundida en medio del olor de leña, piedras húmedas y hierbas.

De esta escuela salió la generación que concursó y ganó reconocimiento en el concurso de talentos Rugido UDG 2023. Bailaron la Danza de los Jicareros practicada para bendecir a los dioses del pueblo y agradecer por el maíz, la calabaza y el frijol.

 

Antes de subir al pueblo para coordinar los detalles de la graduación, la maestra Andrea nos presentó a Margarita Sánchez Mendoza, secretaria y profesora de la Preparatoria, imprescindible para el funcionamiento del internado y la organización escolar.

Con las llaves en las manos, nos muestra los salones y los dormitorios contiguos donde descansan los jóvenes de otras comunidades de la sierra. Después echamos un vistazo al comedor, que también funciona como salón. Y caminamos entre las mesas del aula de cómputo, sin electricidad porque un rayo dañó el transformador.

Margarita nos explica que la prepa tiene dos orientaciones, una dedicada a la agricultura y otra a las prendas de vestir y las artesanías, pero el corazón de la formación es aprender sin abandonar las costumbres.

“En la medida de lo posible, les damos la oportunidad que sigan con sus tradiciones. Si hay fiestas se les permite ir y luego se integran a los programas de estudios. Pienso que esto ha sido muy importante para la comunidad”.

Desde 2019, Margarita convive con la gente de Ocota. La ve pasar por el camino recién construido frente a la escuela cuando van y vuelven de la milpa o cuando tienen fiesta. Dice que, para aprender de los wixaritari, es necesario entenderlos desde la diferencia y el respeto mutuo.

Andrea y su vocación

Montado sobre un cerro, el pueblo sólo se distingue por la antena roja que se borra en esa tarde de niebla y lluvia. En las calles de la comunidad, algunas mujeres caminan envueltas en rebozos y los hombres aplastan el sombrero sobre sus cabezas para protegerse de la lluvia.

Nos reencontramos con los maestros Andrea y Óscar. Esperan en el domo, la plaza cívica del pueblo. Acordaron verse con los estudiantes para el ensayo, pero ninguno llegó. Sin nada mejor qué hacer, nos invitan a caminar.

Andrea, quien estudió Filosofía, nos cuenta cómo llegó a Ocota tras trabajar en la Unidad de Apoyo a las Comunidades Indígenas (UACI). Su interés por la filosofía de los pueblos mesoamericanos la llevó sin dudar a aceptar la oportunidad de trabajo.

“Yo amo la sierra. Vivir aquí es un privilegio para conocer y aprender, y lo aprovecho todo el tiempo que puedo”.

En la sierra encontró su vocación docente en las clases diarias, en la preparación para concursos de español y la orientación de las estudiantes que cuestionan el machismo del pueblo.

“Sobre la marcha los alumnos me han hecho mejor profesora, pero todavía siento que no soy lo suficiente. Ellos me entrenan en educación intercultural y me hacen sentir más confiada”.

Para Andrea, vivir en la sierra también implica un sacrificio personal. Como a ella, es una situación que impacta a otros profesores.

“Yo tengo una hermana de seis años. Siento que entre más tiempo paso aquí, más pierdo el vínculo con ella. No quiero estar lejos cuando crezca. Así les pasa a algunos compañeros con sus familias”.

La lluvia aprieta y la caminata se detiene en el Centro de Salud, ubicado en la orilla del pueblo. Desde ahí se asoma el valle y la sierra interminable, y comprendemos el amor y la distancia que siente Andrea por este espacio. Abajo, a un lado del camino, reluce el anillo de concreto de la escuela.

La curiosidad de Óscar

El recorrido continúa frente a dos de las fincas más antiguas de Ocota. Una se encuentra a pie de la calle, mientras que la otra, más pequeña, aguarda en el fondo de un pasillo. Ambas están coronadas con techos de palma.

El maestro Óscar todavía recuerda su primera experiencia en estas casas. Son los centros ceremoniales del pueblo, conocidos como Casas Grandes, en wixárika, Tukipa.

“Grabé una ceremonia en estas casas. Ya daba clases y, en un día de fiesta, me metí y empecé a grabar. Lo que vi era impresionante, la ceremonia, imágenes de dioses wixaritari y de otros santos”.

Al salir, contento con el material obtenido, dos hombres lo abordaron y lo llevaron ante el comisario. Éste le preguntó quién le había dado permiso. Aunque argumentó su pertenencia a la escuela, el comisario le pidió la memoria de la cámara y jamás la recuperó.

El maestro se había metido en el lugar más sagrado de Ocota, un sitio custodiado por los jicareros o peyoteros donde ocurre la comunicación con dioses y ancestros del pueblo. Ahí se pide consejo, negocian y resuelven adversidades, y agradecen por la lluvia y el maíz.

Óscar termina su relato cuando volvemos al domo, donde esperan los estudiantes Reyli Edgar Sánchez, Zaira González y Arabella de la Cruz. Visten chamarras de Rugido y playeras de la UdeG, acurrucados cerca de la comisaría por el viento helado que promete seguir soplando durante toda la noche.

Los maestros nos cuentan que los estudiantes hicieron el documental Casas Grandes sobre los tukipa.

El documental trata sobre el ritual de la muerte para los wixaritari«, explica Zaira, “no es como en los funerales mestizos, donde se despiden para siempre, sino que nuestros familiares pueden conocer los secretos de su difunto”.

Para Reyli Edgar, este vínculo es un testamento que previene problemas familiares. Arabella detalla que la inspiración llegó con la película Coco que los impulsó a preguntarse cuál es la relación con sus muertos.

Óscar, apasionado de la cultura wixárika, la fotografía y el cine, se dedica a buscar convocatorias de documentales. Así, aplica, propone, presta su celular para grabar y editar el material con sus alumnos.

“Yo me meto en estas convocatorias para asesorar y desfogar este interés”. Pero, lo que más le motiva a Óscar, es ver a sus estudiantes metidos muchas horas en la edición y traducción de temas que les importan.

Volvemos a la escuela a oscuras y con la lluvia a cuestas para intentar entender la magnitud del trabajo de los profesores. Es una vocación que sortea con paciencia obstáculos de lengua y cultura, y con tiempo y trozos de sus vidas.

Se gradúan los estudiantes de Ocota

Rombos polícromos, los tsikuri u “ojos de dios” se balancean con el viento junto a figuras de búhos con birretes colgados alrededor del domo. A la mesa de honor, con una mano en el pecho, están las autoridades locales, representantes de la UdeG e invitados de la comunidad que saludan a la bandera. Luego escuchan la interpretación del himno nacional en wixárika.

El frío todavía cala y nos preguntamos cómo la gente lo soporta con sus trajes tradicionales ligeros, sólo un poco engrosados con los bordados de grecas, águilas y venados, aunque en algunas partes quedan al descubierto brazos y piernas.

Una a una, las autoridades pronuncian sus discursos. En el turno de Marcela Hernández, reconoce las carencias en las aulas de la sierra y agradece a madres y padres su dedicación.

“En la UdeG sabemos que no hacemos lo suficiente, pero sí lo humanamente posible. Hoy, mis comadres y compadres, ellos fueron los que pusieron su granito de arena y, por ello, sus hijos ahora son felices egresados”, dice.

Los compadres, con celulares en mano, graban los mensajes y luego acompañan a sus hijas e hijos a la mesa de honor. Ahí estrechan las manos de las autoridades, recogen el reconocimiento e intercambian regalos y abrazos.

Óscar pone una balada pop, e la gente empieza a bailar el vals como en las primarias, luego sigue la Danza del Maíz que termina con gritos, pues un par de muchachos saltaron sobre el charco y salpicaron los trajes blancos de sus compañeros.

El evento concluye con aplausos mientras el sol templa la temperatura. Las familias se dispersan rumbo a sus casas y el domo queda casi desierto.

Una comunidad

Poco después, las familias vuelven con sillas y mesas en las que ponen cubetas, cazuelas, chiquihuites y platos: el domo se llena de aromas a moles, guisos de puerco con comino, tinga de pollo. Relucen las tortillas azules, salsas picantes, tamales, tostadas de ceviche. Y el brindis se asoma con mezcales zacatecanos, refrescos de la Coca-Cola y cervezas de la Corona.

No falta el tejuino servido en jícaras. La primera en beber es la comadre Marcela quien sigue el ritual estricto: tomar una pizca de tejuino con la punta de los dedos, rociarlo en el piso y luego beber la bebida amarilla, un fermento ácido y consistente.

La madrina prueba todos los tejuinos y todos los platillos que le ofrecen, y acepta todos los regalos. Un ensamble norteño de músicos de la sierra acompaña las risas y las carcajadas, los abrazos, los besos y las conversaciones en wixárika salpicadas de español con sus ahijadas y ahijados.

Es una fiesta de abundancia en honor a los estudiantes e invitados.

La convivencia es el gran ritual, un momento donde no importa ser wixarika o mestizo; tener diplomas o carecer de ellos; entender o no los rituales de los que depende la vida en Ocota de la Sierra. Se trata de ser, todos, uno mismo. Como varias cuentas de chaquira cuyo conjunto forma un brazalete de jícaras, águilas o venados. Y la sierra está repleta de cientos de cuentas que mantienen a sus comunidades en una sola pieza.

El trabajo de los maestros y de la escuela cobra sentido para nosotros. En las aulas no sólo se imparten conocimientos, sino que se orientan visiones y afinan los talentos de los estudiantes. Pese a las barreras geográficas, políticas y culturales, la escuela aprovecha las limitaciones para que los estudiantes se imaginen, orgullosos de su origen, en cualquier sitio, incluida la montaña, un escenario, la universidad, un festival de cine o en Ocota de la Sierra impulsando a sus comunidades.

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