Suavecitas, finas, entonadas, así son las olas del lago de Chapala. Ahí los azules se vuelven espuma para hacerle cosquillas a la ciudad.
Chapala es agua que refresca; un resbalón de la mirada que se atora en los cerros que lo limitan; un rumor de agua que entra por los ojos y se completa en los oídos.
Todas las canoas de Chapala tienen su nombre. Quienes las reman comparten sólo uno: canoyero.
Cuando Chapala era pueblo, sus calles eran empedradas y sobre sus banquetas los pescadores ponían a secar los charales. “Qué rico es Chapala —dijo mi padre. Esto es puro dinero al sol”.
Sin agua, la ciudad se entristece, el lago se achica, como quién dice, se vuelve una raya brillante perdida en la lejanía. La Virgen de Zapopan llega y trae nuevas esperanzas. Miles de habitantes, allegados, paseantes y curiosos salen a recibirla con música, cohetes, repiques de campanas y cantos. Todo ese clamor significa una palabra: agua; la alegría de la ciudad. Cuentan las crónicas que después de la visita, incluso durante ella, los cielos se vuelven grises para llover de tal modo que no es posible mirar los cerros. Vuelta la calma, el lago es un pedazo de cielo, alegre, tendido en su tranquilidad.
Desde el faro miro lo inimaginable: los voladores de Papantla inician su ritual. En ondas apenas oíbles llega la melodía antigua de la chirimía envuelta en el breve ritmo de las aguas. Allá arriba, ellos saludan a los puntos cardinales en tanto el cielo los arropa con su profunda inmensidad. Es el mediodía del 23 de noviembre. No hay nubes. El sol apachurra con su luz y calor.
Los voladores atados con una soga de un pie se dejan caer al vacío. Lentamente, quizá bailando al sonar de la chirimía, descienden en helicoidal. Al final, un instante, unos segundos, cuando sus manos casi tocan la tierra, sus cuerpos hacen sombra. Ellas, oscuras, dibujan en el suelo la figura de cuatro cristos que danzan, etéreos, al ritmo de los corazones y las aguas ahí reunidos.
«Chapala, tus olas, me arrancan el alma…». Mike Laure y sus interpretaciones. Salud, por ese motivo.
El cronista de Zapotlán el Grande compra botes con charales. Se alegra. Paga. Los carga como un tesoro. Él ignora que leímos su texto donde narra que sus padres pasaron su luna de miel en Chapala. Una tarde, ellos recién casados, entre plática y plática comieron un exquisito platillo de charales. Sus padres están ahora allá arriba en el inmenso azul. Él acá abajo carga un recuerdo más.
Los cronistas de Atoyac, Tuxpan, Zacoalco de Torres y Zapotlán el Grande caminan por el muelle. Más de doscientos años van ahí platicando. Sueltan la risa. Se toman la foto. Leen el verso de Pepe Guízar que corona el arco. Algo comentan y vuelven a reír. El sol y el agua los rejuvenece. «Sabe más el diablo por viejo que por diablo».
—Chapala es la ciudad, el municipio y el lago. Y cuando caes al agua y no sabes nadar, al movimiento desesperado con los brazos se le dice chapalear.
—Gracias señor cronista.
El reloj de la parroquia marca las horas pesadas del día. Un chorro de agua intenta, en vano, refrescar el ambiente. Se apetece un bistec, una sopa de mariscos, un pescado zarandeado. Y de preferencia de su cocina antigua: las tortitas de charales en salsa de jitomate, el pascado blanco capeado con nopales, todo en salsa de jitomate, o el caldo michi con mucha verdura; con tortillas recién torteadas.
Es la hora cuando Chapala se vuelve el puro sabor, una delicia al paladar. De lejos, apenas perceptible, llega la voz de Mike Laure: “…lago gentil, te uniré con mi alma. Y muy juntos iremos, al sendero de amor”.