Del gran falo a la gran locura

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Qué chido es confirmar que no solo no he perdido la capacidad de asombro, sino que día con día parece aumentar, tanto como el niño que llevo y llevaré siempre dentro. El pasado fin de semana –en realidad hace unas semanas en relación con la fecha de esta Gaceta– fue clave para esta confirmación, cuando desde la comodidad del hogar carnalero disfruté un par de películas tan nada que ver como tan excelsas entre sí. La primera es una que, más allá del escándalo y la polémica que causó por el tema y su tratamiento, comencé a ver hace unos años, pero que por causas ajenas a mí, solo alcancé a ver los primeros 20 minutos (fundamentales dentro de la estructura dramática cinematográfica para atrapar la atención del espectador). El asunto es que Boogie nights (EU, 1997), escrita y dirigida a los 27 años por Paul Thomas Anderson, guionista y director de la maravillosa y multipremiada Magnolia, fue toda una revelación cuasicelestial. Digo, la oscura y a la vez divertida comedia sobre la vida del guapo, bien educado y tonto Eddie Adams (interpretado por un actor mal menospreciado, como Mark Wahlberg, otrora rapero y modelo de Calein Kevin, el tal Marky Mark), alias “Dirk Diggler”, basado en un personaje –John Colmes– que fue figura top de las películas pornográficas de fines de los 70 y principios de los 80, ya me la sabía, pero no tanto como lo averigí¼é después de ver la cinta completita. Es una historia que profundiza quirúrgica y brillantemente en ese mundo tan mal visto por las buenas y santas y tantas conciencias. Películas cuyos geniales diálogos, escenas inolvidables, planosecuencias sublimes y actuaciones de campeonato bien le merecieron muchos premios y nominaciones. Del humor al drama y de regreso, como si uno se subiera a una montaña rusa de emociones y sensaciones sui géneris. Filme en el que además del protagónico (con su falo de 30 centímetros de longitud, un fenómeno de aquellos), lucen histriónicamente en ese momento renacido Burt Reynolds, la increíble Julianne Moore, el talentoso John C. Reily, la hermosa Heather Graham, el genial Alfred Molina y el grandioso Philip Seymour Hoffman, entre otros. Casi todos miembros de la producción pornográfica inocente y sana y aleccionadora de esos años, a ritmo de música disco, líneas interminables de coca y leche, mucha leche.
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Boogie nights es una cinta que inicia con uno de los mejores planosecuencias (tomas que pasan de un exterior a un interior e incluso de nuevo al exterior, sin corte alguno) que he visto en mi vida. El director, que gracias a su obsesión por las cintas porno se decidió a realizar esta, hace gala de su talento mostrándonos en una sola toma el ambiente, el tono y a todos los personajes principales. Y no es el único planosecuencia grandioso que tiene este filme con humor negro a bocanadas, y que cuenta cómo Dirk Diggler y su monumental “miembro” llegan a lo más alto, para luego presenciar su vertiginosa caída y de nuevo –quizá, uno nunca sabe– hasta lo más alto. Algunos pensarán que porque se trata de la historia de un grupo de cineastas y artistas porno, se verá pornografía, y nada de eso. Todo está concebido con harto buen gusto, y, aunque por ahí unos y unas pueden llegar a sentir cierta calentura, ésta no es más que la calentura de ver una película excelente en todos los sentidos. De hecho, solo por unos segundos y en un instante que aquí no les revelaré, el único talento verdadero que tiene Dirk, y que no es suyo, sino que le fue regalado por obra y magia de Dios, aparece por ahí como si nada, tanto como para apagar el morbo de los espectadores, como para ofrecer ese elemento y motivador artístico que siempre requiere la crítica especializada, pero sobre todo para dar una precisa y carnosa carilla a la cofradía medieval de los mochos insufribles. Una película que se puede encontrar en cualquier videoclub o tienda más cercana. De ese tipo de las que no tiene sentido, ni sería justo, hablarles de más, porque el asombro y el niño que ustedes también llevan y llevarán dentro no merece que les vendan la trama de antemano, ni dejar de sentir el incomparable placer del asombro en sus caras de niños que solo quieren divertirse.

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Y del gran falo a la gran locura hay un solo paso. Es más, para mí solo se trató de un movimiento digno de la ley del más mínimo esfuerzo, al cambiar un DVD por otro y finalmente ver una de esas cintas mito que he perseguido a lo largo de casi 10 años, y que por fin vi cuando tenía que ver. Estoy seguro que muchos de ustedes ya la conocen, pero otros muchos nada de nada. Porque Underground (1995) constituye un filme que, aparte de ganar grandes premios –como la Palma de oro en Cannes– y ser prácticamente aclamada por todo aquel que la vio, como indica su mismo nombre, es una especie de cinta del underground (bajo fondo), o sea, independiente entre las más independientes. Y eso se lo debemos, todos los afortunados que hemos visto este prodigio de comedia negra, negrísima, que está muy lejos de cualquier género antes imaginado, al yugoslavo Emir Kusturica (creador de las geniales Sueños de Arizona y Gato negro, gato blanco), cineasta inclasificable y amante de tocar la guitarra eléctrica como el mismísimo Hendrix. El asunto es que Underground constituye la gran locura, una hermosa locura, una locura genial en todos los sentidos. Y a todo esto, les lanzo una simple pregunta: ¿hasta dónde llegarían por el amor de una mujer? Pues allá cada quien y sus locuras, que seguro no estarán a la altura de lo que el poeta Marko Dren (Miki Monojlovic), el mejor amigo-amigo del héroe de guerra Petar Popara (Lazar Ristovski), hará por la actriz Natalija Zovkov (Mirjana Jokovic). Todo esto, por conducto de diálogos y situaciones tan disparatadas como brillantes, con el cobijo festivo y continuo de una música frenética típica de esos lares planetarios, a cargo del talentosísimo Goran Bregovic. Una película en que el amor, aun después de la mentira y la traición, sigue siendo amor, como el de los amigos por la actriz y de los amigos por el otro amigo y viceversa. Comedia única y original, deliciosa por dónde se la mire, basada en la novela del también yugoslavo Dusan Kovasevic, quien también estuvo a cargo del megahipersupermaximoychingonsísimo guión. ¡Guau!, es poco, porque es tantísimo.

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Surrealista, delirante, absurda y negra es Underground. Una crítica feroz, por medio del mejor humor kusturiquiano, en que la farsa se ríe de la realidad más atroz y de regreso, parodiando los conflictos sexuales y políticos de una Serbia de principios de los 40, prácticamente al inicio de la Segunda guerra mundial. Dos amigos que están y, ¿estarán?, ahí para el otro siempre que lo necesite. Ambos, personajazos incomparables que resistirán, desde la más lúcida clandestinidad, el embate nazi de la forma más cruenta y divertida posible. Y todo va bien, demasiado bien, hasta que una mujer se cruzó en el camino de ambos (¿cuántas veces he oído algo parecido?). Sea como sea, el amor no se escoge, sino que se siente. Y hay quienes confunden a menudo una cosa con la otra. Eso no significa, sin embargo, que el amigo poeta haga lo que hace por estar con la mujer actriz que también lo ama (porque el héroe de guerra, casado y con hijo, no quiere ver lo que es inevitable ver). Y entonces, un poco por azar un poco provocado, pasa lo que no tenía que pasar. Más de 15 años en la oscuridad del bajo fondo, viviendo como fantasmas, mientras creen que allá arriba siguen los tiros y las bombas. Y lo de arriba, creando un nuevo mundo y disfrutando del poder que da el poder-poder. Pero el humor, incluso ante tamaño engaño, se desliza sutil y como balas de AK-47 hasta el final. En fin. Una cinta que, como tantas otras, mejor no hablar de más porque sino qué onda con el asombro y qué efluvio con la sorpresa. Emir Kusturica, con este filme, se consagra y llega al Olimpo de los cineastas artistas, pues Underground, cinta que todos tienen que ver, no deja títere con cabeza, sea el del nazismo, socialismo o capitalismo. Una de las mejores películas que mis ojos han tenido el privilegio de ver, de manera que ya se podrán ir dando una idea de la doble función que experimenté hace unas semanas. Una sesión cinéfila in-ol-vi-da-ble.

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