Nunca conocí a Luis, a Jesús y a Francisca. Y nunca tendré el gusto. Pero sí he visto los lugares en donde vivieron, las calles, su familia, su perro. Y estoy convencido que a ustedes estos nombres aún no les dicen nada, camuflados con frías cifras oficiales y términos más impactantes como “muertos”, “fallecidos” o “víctimas”.
Sus historias se cruzan en el escenario de la catástrofe natural que azotó a Tlaltenango, entre las doce y las dos de la mañana del viernes 18 de julio pasado. La historia de una mamá que venía de Guadalajara para pasar las vacaciones en el municipio zacatecano con sus dos hijos, la historia de una anciana que vivía sola con su mascota.
¿Cómo se unen estos relatos? ¿Qué tienen en común Cristina Valdez y un pequeño perro abandonado?
Ambos son víctimas y testigos de la violencia destructora del arroyo Xaloco, que se abatió sobre la ciudad con un cauce de 200 metros cúbicos de agua por segundo, arrastrando asolve, vegetación y todo lo que encontraba a su paso. A los dos seguramente les quedarán grabadas las imágenes de la “culebra” que, como un latigazo, se llevó a sus seres queridos sin darles la posibilidad de entender lo ocurrido.
“¿Por qué?”, gritaba Cristina Valdez, decepcionada y en lágrimas, “¿por qué mis hijos?, ¿dónde están mis hijos?”, preguntaba, llevándose las manos al pecho como para abrazar a sus dos niños, que desde este mismo abrazo fueron arrebatados por la fuerza del agua, empujada por los 157 milímetros de precipitaciones que cayeron en la vecina sierra de Morones, provocando la tromba que inundó a Tlaltenango, Zacatecas.
“¿Qué pasó?”, parece decir la mirada perdida de Toby ”así llamaremos al perro abandonado” que desde el viernes esculca la entrada de la Plaza de Toros, sin moverse de este lugar en donde su dueña, Doña Pancha, como se conoce en la ciudad, vivía y trabajaba como conserje. “¿Dónde está?”, parece preguntarme gimiendo y arrimándose a mi pierna enlodada.
“Se murió”, quiero contestarle, la inundación se la llevó, ahogándola en su modesto “cuartito” donde solía descansar después de acondicionar la arena para los macabros espectáculos de tauromaquía.
¿Para qué? ¡Sólo es un perro!
Mejor lo acaricio. Ahora el único espectador de la Plaza es un coche —el carro volador como ya lo llaman los tlaltenanguenses— que fue colocado por el arroyo en la tribuna; inclinado sobre las gradas parece observar otro macabro espectáculo: la desolación provocada por la fuerza de la naturaleza, “el río que reconoce su cauce”, un mar de lodo y detritos que ocupa el lugar de fieros toreros y de atormentados toros involucrados en un ritual inútil cuanto violento.
Inútil y violento, pero inevitable, como la tormenta que dejó a muchos habitantes de Tlaltenango sin casa, sin recursos, casi sin esperanza. Tres muertos, quince mil los damnificados, 200 las viviendas afectadas, una pequeña parte con perdidas totales y otra con perdidas parciales, según datos oficiales. Sus bienes convertidos en escombros, de los cuales todos parecen ansiosos de liberarse rápidamente, para dejar escurrir de sus casas y de sus pensamientos la madrugada de miedo y pánico que inundó inesperadamente sus vidas cotidianas.
Sólo unos niños descalzos escarban entre las ruinas en busca de algún juguete que se haya salvado de la furia aniquiladora del arroyo. Una muñeca desmembrada, boca abajo, encima de un montón de harapos inservibles, testimonio de la ilusión de estos chamaquillos, que anhelan reintegrarse inocentemente a la vida de siempre, después del susto de la noche anterior.
Se barre agua, lodo y muebles desechos, pero los escombros del alma son difíciles de limpiar. Policías Federales, personal de Protección Civil, agentes de seguridad pública de diversos ayuntamientos, militares que aplican el plan DN-III, están empeñados en esta operación, quien más activamente, con pala y pico; quien de manera pasiva, controlando las esquinas de las calles; quien por pura acción demostrativa, ostentando sus armamentos, mientras en realidad están atentos a las muchachas que pasan y, quizá, con un poca de suerte y gracias a la fascinación provocada por el uniforme, lograr conseguir su numero de teléfono.
Pero eso no le sirve de nada a Cristina. Y tampoco a Toby (también si él no puede entenderlo). Pero la señora sí se dio cuenta de la cruda indiferencia que se esconde detrás de la apariencia comprometida de buena parte de la gente que intervino para trabajar en la recuperación de la zona damnificada.
“¿Esta aquí la señora de los dos niños muertos?”, fue la forma como la mamá se enteró de la desaparición de sus dos hijos, cuando un agente de policía gritó esta frase entrando para buscarla en el DIF municipal, donde ella recibía atenciones por parte del personal médico después de la tragedia.
Ante la mirada interrogativa de Toby, mejor no respondo. Mejor dejarlo en su ignorante e inocente espera, en la estoica fidelidad que caracteriza y que distingue los perros del hombre. No vaya a ser que me entienda. Eso lo diferencia también de la señora Valdez, que en un solo día, precisamente el sábado 19 de julio, vivió los dolores del funeral de su primer niño de siete años, Luis Bryan Perdomo Valdez, que se celebró en la iglesia principal de Tlaltenango a las cuatro de la tarde. Y pocas horas después recibió la devastante noticia de que se había encontrado también el cuerpo sin vida de su segundo hijo, Jesús Alejandro, de cuatro años.
Toby es ajeno a sus dolores, insensible incluso a la consternación general, empedernido en su vana y pasiva expectativa de ver aparecer otra vez a su dueña. Quizá el único que de verdad está extrañando a la guardiana de la Plaza de Toros, Doña Pancha, de la cual nadie parece conocer el nombre completo, ni aparenta tener parientes o amigos.
Ustedes se preguntarán cómo puedo comparar el sufrimiento de una mujer que perdió a sus dos hijos, con el apático sentimiento de perdida de un perro. ¡Sólo es un perro! Yo no quiero comparar a nadie con nadie. ¡¿Quienes somos nosotros para hablar y juzgar el vacío que deja la muerte en la vida de alguien ajeno?!
Además, ¿cómo se puede cuantificar el vacío? Sólo podemos contar historias para evitar que este vacío se hunda en el olvido, para que los fallecidos del viernes 18 de julio, y sus seres queridos, Toby, Cristina y su familia, que seguramente recordarán este día, no sean olvidados por todos nosotros.