Elogio del catenaccio

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Italy's Marco Materazzi falls on the pitch after being head-butted by France's Zinedine Zidane (R) during their World Cup 2006 final soccer match in Berlin in this July 9, 2006 file photo. Zidane's career has taken him from the backstreets of Marseille to the glamorous European club giants Juventus and Real Madrid and his abrupt fall from grace mirrored the light and shade of a troubled sporting year. To match feature SPORT-YEARENDER FIFA RESTRICTION - NO MOBILE USE HOLLAND OUT REUTERS/Peter Schols/GPD/Handout/Files (GERMANY)

Todos tenemos ceremonias y tradiciones. Hasta los más desarraigados de nosotros se sienten en determinado momento impelidos a iniciar alguna. Es más, nuestro sistema capitalista aprovecha muy bien nuestra orfandad de ceremonias y nos ofrece siempre una. Entre las más populares se encuentra el futbol y entre las más humanas, la lectura. Parecería, sin embargo, que ambas se encuentran distantes y sólo ocasionalmente se reúnen. Como sucede cada cuatro años, cuando somos testigos de las deliberaciones que sobre el balompié realizan intelectuales de toda talla en un esfuerzo por mantener la atención de las audiencias que pueden decir, junto con el español Javier Marías del futbol, que “con él uno vuelve a ser niño. Te llevas el mismo disgusto si tu equipo pierde un partido importante ahora que cuando se tiene diez años”.
El futbol y la literatura tienen no obstante otro punto en común, ambos son lenguajes dice el poeta y cineasta Pier Paolo Pasolini en un memorable artículo. El italiano sabía muy bien de qué hablaba, él mismo, futbolista amateur, nunca dejó su gusto por el deporte mientras edificaba una de las obras poéticas más reconocidas de su país. Polémico, pero también polemista exquisito, Pasolini tuvo un gesto de verdadero aficionado: reconoció que durante el Mundial de México 70, “en un sentido puramente técnico la poesía brasileña” derrotó a “la prosa estetizante italiana”. Así cifraba este hombre de letras su entendimiento de un juego que se piensa con los pies, pero la teoría del italiano abarcaba las particularidades sintácticas de esa lengua viva en el rectángulo de juego. “El hombre que usa los pies para chutar un balón compone la unidad mínima del lenguaje futbolístico: el podema”, indica Pasolini, “las infinitas posibilidades de combinación de los podemas forman las palabras futbolísticas y el conjunto de palabras futbolísticas forma un discurso regulado por auténticas normas sintácticas”. Pasolini finaliza su idea con la misma precisión con las que Andrea Pirlo ejecutara el primer tiro penal en la pasada final de la Copa del Mundo: “Los podemas son veintidós [casi igual que los fonemas]: las palabras futbolísticas son potencialmente infinitas, porque infinitas son las posibilidades de combinación de los podemas [en la práctica, los pases de balón entre jugador y jugador]; la sintaxis se expresa en el partido, que es un auténtico discurso dramático”.
La literatura italiana goza de una buena fama de la que padece su hosco estilo de juego. Con escritores como Cesare Pavese, Gabrielle D’Annunzio, Giusseppe Ungaretti y Salvatore Quasimodo es difícil entender porqué el propio Pier Paolo Pasolini (poeta él mismo) da la victoria a través de la poesía al futbol brasileño. La respuesta reside tal vez, en otro punto de su discurso del futbol como lenguaje. Pasolini apunta que los prosistas son jugadores que como los italianos se asimilan a un sistema que teje su discurso a partir de la elaboración de una sintaxis ordenada y lineal. Para el italiano en cambio, el regate, las fintas y el baile característico del juego sudamericano son consustanciales a la esencia de la poesía: la sorpresa y el arrebato.
Para un aficionado italiano hoy en día debe ser difícil encajar el adjetivo que especialistas latinoamericanos ponen al futbol practicado en su patria: “El más difícil del mundo”. Con todo, el estilo futbolístico de los italianos, el probadamente efectivo catenaccio (cerrojo en italiano, figura y destino de la disposición de los jugadores sobre el césped) empieza a contagiarse de la salud de su contraparte literaria. La liga italiana parece aceptar su europeidad con la misma gracia que la prosa de Claudio Magris en Danubio o acceder a la sabiduría tal como se alimentan del oriente los ensayos de Roberto Calasso.

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