De las necesidades invisibles: combustión oxígeno y calor

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La combustión es uno de los instrumentos más viejos de la humanidad. Otorga calor y luz, y necesita materia para ocurrir; pero qué tipo de materia, se comprendió hasta 1774. Tardamos tanto porque se requiere cierto gas vital con una curiosa propiedad: ser invisible. Saber que esa vorágine necesita de algo que flota en nuestras narices y que se libera algo inmaterial fue complicado, pues nos topamos dos veces con el obstáculo de lo invisible.

Primer actor: oxígeno
El oxígeno (O2) es uno de los 92 elementos naturales que constituyen el universo. Es fácil toparse con él, es el más abundante de la corteza terrestre, compone el 65 por ciento de la masa del cuerpo humano y el 20 por ciento del aire que nos rodea. Su presencia en los asuntos del hombre es íntima. La supervivencia, necesidad invisible que ha dirigido los designios de nuestra evolución, ha tenido a bien elegir al oxígeno como el receptor final de la respiración. Bajo el velo del oxígeno vivimos y nos construimos. Respirar no es sino una combustión lenta y controlada.
En 1760, el presbítero Joseph Priestley calentó un calcinado de mercurio con luz concentrada en una lupa. Obtuvo mercurio puro y un “aire” peculiar. Por la necesidad invisible de su curiosidad, lo respiró, se sintió “ligero y cómodo”. Había aislado el oxígeno. Lo llamó “aire desflogistado”, por su avidez de flogisto. La hipótesis del flogisto consideraba que las sustancias combustibles necesitan transferir este “fluido sutil”, inmaterial y fantasmagórico. En presencia de este aire, las brasas refulgían y los metales se aherrumbraban con singular velocidad. Para Priestley, el aire desflogistado —oxígeno— tenía como licencia poética arder por deseo, necesidad tan espontánea, agresiva y arrobadora como la combustión. Un deseo de lo inmaterial. Carl Wilhelm Scheele realizó los mismos experimentos siete años antes, y lo llamó “aire del fuego” (Feuerluft), inspirado en la teoría de los cuatro elementos. Ambas hipótesis involucraban el intercambio de una sustancia inmaterial. Quisieron atrapar con el lenguaje —necesidad para descifrar necesidades— la esencia de esta sustancia, pero la obsolescencia de sus miras les hizo errar y correspondió a otro apadrinar el bautizo del oxígeno.
La pugna era entonces entre tres hombres: Priestley, Scheele y Lavoisier, cada uno ansioso de reconocimiento —esa necesidad de que estimulen tus necesidades— como único descubridor del oxígeno. Su experimento consistió en calentar un metal en presencia de aire. Con la balanza, midió la masa del calcinado y notó que había ganado peso. La conclusión parecía absurda: si al quemarse ganó masa pero perdió flogisto, éste debería tener masa negativa. Escéptico, Lavoisier determinó la masa del aire restante: la ganancia del calcinado correspondió a una pérdida de aire. Indiscutiblemente era materia. Desmitificado este aire, firmó su descubrimiento, lo nombró productor (géneia) de ácidos (oxy). Astuto, sustituyó la necesidad de flogisto y metafísica por la necesidad de la medida. Y esto, a la postre, revolucionó la ciencia y la química.
La viuda de Lavoisier, necesitada de compañía y desprovista de juventud, empató sus necesidades con el Conde Von Rumford, quien fracasó en el matrimonio pero triunfó al explicar la naturaleza del calor.

Segundo actor: calor
El calor, aunque invisible y elusivo como el oxígeno, se siente, porque al igual que la luz es la transacción de energía más común de la naturaleza. El calor no “existe” sino más bien ocurre, y como el tiempo, transcurre a pesar de nuestra voluntad. Contrario a lo que decimos el calor no se puede “tener”. Es un evento diáspora, se recibe o se transmite. Su transcurso es un intercambio subrepticio: es la transferencia de movimiento (energía cinética) entre las partículas de dos cuerpos.
Distinguir entre calor y temperatura tomó buena parte de la vida de Joseph Black. Contrario al oxígeno, el instrumento para medir calor, el termómetro, ya se utilizaba aunque sin saber con precisión lo que medía. La ciencia del siglo XVIII consideraba “fluidos sutiles” al calor, la electricidad, la gravedad y la luz. Sustancias cuyo intercambio transfería una propiedad sensible o física, sin afectar su masa. Parecía que el termómetro medía la concentración de calor en un objeto. Black expuso masas idénticas de mercurio y agua al fuego durante el mismo periodo, lo cual transferiría la misma cantidad de calor. Al final, sus temperaturas difirieron, como si el agua y el mercurio respondiesen a un estímulo distinto. Entonces la temperatura no sería la cantidad de calor sino una consecuencia o respuesta proporcional a la cantidad de calor recibido. Black satisfizo así la necesidad de distinción entre estos conceptos. Aunque importante, no explicó claramente la naturaleza del calor, y su calidad de fluido místico se mantuvo intacta hasta que un militar, dos caballos, una caja con agua y un cañón vinieron a demostrar lo contrario.
Para Benjamin Thomson, su necesidad de poder (de anteponer las necesidades propias) lo llevó a una meteórica carrera militar, hasta ser nombrado Conde Von Rumford. En 1797, quedó a cargo del arsenal de la ciudad de Munich, obligado a fabricar cañones.
Para hacerlo, se horadaban cilindros de metal contra un taladro. Sorprendido por el calor que se generaba en tal proceso, Rumford hizo un experimento de apariencia burda, pero que definió la naturaleza del calor. Montó un taladro y un cañón, sostenido por un eje a dos caballos, dentro de un cajón lleno de agua. Al avanzar los caballos, e incitar la fricción, la temperatura del agua incrementó hasta bullir. Era un fenómeno tan sorprendente que la gente se detenía a presenciar el milagro —esa necesidad de simplificar la realidad— de hervir agua sin fuego. Además, al añadir agua fría ésta bullía de nuevo, y así perpetuamente mientras los caballos siguieran. ¿Acaso el calor, si fuera un fluido de cualquier origen, no debía agotarse? Parecía imposible que una sustancia se transfiriera indefinidamente, a menos que, en palabras de Rumford, “sea movimiento”. Rumford hizo las veces de un anti-Lavoisier, tomó un fluido místico y material, y a galope, lo desmaterializó, avecinando los conceptos de calor y movimiento.
Así, el misterio de este voraginoso intríngulis quedó comprendido por la innegable participación de un actor concreto y material (oxígeno) y otro abstracto e inmaterial (calor). Como se vio, hacer ciencia de la combustión necesitó mediciones, experimentos y cambio de paradigmas, pero también requirió deseo, curiosidad, anhelos, necesidades invisibles. Tal vez aquí valga: lo invisible comprende a lo invisible.

*Químico Farmacobiólogo, UdeG, y
y maestro en Ciencias Bioquímicas, UNAM.

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