Este martes, en el cuadrilátero de la calle Medrano, sin importar que cayera la lluvia, los aficionados a la lucha libre por enésima vez volvieron a reunirse respetando el ritual que hace cincuenta años comenzara al inaugurarse la Arena Coliseo, como una nueva fórmula para la diversión de los tapatíos.
Algo del pasado pervive aún en las calles adyacentes a la Calzada Independencia —la zona neurálgica de Guadalajara—, pues en el camino alcanzamos a distinguir a las aves que se despabilaban y, ya despiertas y con el atuendo de rigor, se inclinaban hasta lo que alguna vez fue el río San Juan de Dios.
Perfumadas y dispuestas a atrapar a los insectos —a ganarse el pan de cada noche, en tanto aves nocturnas—, abrieron sus alas y dispusieron sus distinguidos vuelos en derredor y a lo largo de su territorio. Los mariachis también se acomodaban en sus esquinas y ya emprendían, desde las siete de la noche, el enganche a los posibles clientes. Los teporochos, quienes habían permanecido durante todo el día recorriendo las cantinas de mala muerte (y quizás por un largo trecho de sus vidas), en ese instante de nuestros pasos, se inclinaban hacia las banquetas y tendían, literalmente, el pico. La baba escurría, pero la pertinaz llovizna no la dejaba distinguirse en el cemento. Pobreza por doquier, y también comercio de todo tipo, sobre todo carnal.
Algo de la antigua dignidad se nota al paso. La Calzada sigue manteniendo, ante todo, el intervalo de la vida. Pese a sus antiguas construcciones arquitectónicas, que ya se han ido venciendo y alcanzando el piso y la desaparición, algo queda y contrasta con las nuevas edificaciones que otorgan una nueva fisonomía al territorio, mas no alcanzan a ofrecer a las miradas una fortuna de modernidad, pues el antiguo río sigue su paso bajo el cemento, pisado ahora por el cacareado e ineficaz Macrobús.
Es la pobreza lo que, paradójicamente, da vida a cada espacio. Sí, una incongruencia que ya se antoja sarcasmo de los gobiernos ineficaces que han poblado a la antigua Perla Tapatía de tristeza y mendicidad.
Alcanzamos, siempre evadiendo las zanjas de las construcciones y los hoyancos provocados por la “resurrección” de la ciudad (según los panistas), la calle de Medrano. Pronto la fila de autos, camionetas y gente, nos llevó en definitiva a nuestro destino: el predio marcado con el número 67.
El cuadrilátero metafísico
Ya la muchedumbre nos encontró desde la esquina de Medrano y la Calzada, para darnos camino. Tuvimos que esquivarla y luego entrar hacia el recinto. Se dice que la lucha libre entró a México durante la intervención francesa, en 1863; luego, según las crónicas de la época, fue en 1910 cuando llegó a nuestro país la compañía del italiano Giovanni Relesevitch y la del famoso Antonio Fournier, lo cual provocó una competencia, ideal para lograr una afición que ofreció a ambas jugosas ganancias.
Sin embargo, fue hasta septiembre 1933 cuando Salvador Lutteroth González funda una compañía nacional de lucha libre, quien logra la primera función el 21 de ese mes y año, con un cartel considerado espectacular: Chino Achiu, el norteamericano Bobby Sampson, el irlandés Cyclone Mackey y el mexicano Yaqui Joe.
Fue el 21 de junio de 1959 cuando se inauguró la arena (“en los terrenos de lo que fuera una hacienda”, según algunos historiadores de este espectáculo), quizá la misma que comenzamos, en dado momento, a pisar.
Y nos adentramos hacia el foso, por un pasillo, para descubrir el cuadrilátero donde alguna vez —se dice—, estuvieron Blue Demon, El Santo, el Huracán Ramírez y El Rayo de Jalisco; algo que de entrada hace a esta Arena Coliseo un lugar mítico, y un tanto metafísico, pues de pronto uno se halla con el sitio donde, de algún modo, habitan los espíritus de quienes perviven en el más allá…
Lucha (de clases) en la arena
Lo primero que se percibe al entrar a la arena es el tufo de las masas, el sudor enranciado y, sobre todo, las rechiflas. Y el desenfado y la permisividad de quienes asisten al espectáculo. Antes de las contiendas de rigor, comienzan las disputas entre quienes se encuentran en la parte de abajo (cerca del ring), y de aquellos que por el precio no pudieron (o quizás no quisieron) pagar sino la gradería, atrás del alambrado. Porque en verdad lo que cualquiera encuentra de inmediato es la antigua disputa entre “clases”, pues unos (los encaramados en las gradas) son los pobres y, quienes se encuentran en la sillería son los “ricos”.
En realidad la “praxis” de las teorías de Marx y Engels es materia viva durante toda la función. Unos gritan a los otros y se describen las “luchas de clases” a todo lo que da.
Al fondo un grupo musical que ambientaba, aquel martes de función, trajo la consabida letra de “La arena estaba de bote en bote…”, y resaltaban lo obvio: el lleno total de la Coliseo.
—¡Voto por voto! ¡Casilla por casilla, chinguen a su madre los de las sillas!
(Rechifla total.)
—¡Pobres! ¡Pobres! ¡Chinguen a su madre!
(Se repite una y otra vez…)
—¡Su puta madre! ¡Su puta madre!
—¡Puta! ¡Puta! ¡Puta pero rica!..
Lo que menos importa, en todo caso, es lo que ocurre en el cuadrilátero. O mejor: es una realidad a veces parte de esta realidad. Es el reflejo del tercer integrante de la sociedad: el gobierno. En verdad en la arena, cada noche de lucha, se mira reflejada a la sociedad. Buenos contra malos. Técnicos contra rudos. Réferis como mediadores de la nada, de este espectáculo que recuerda a la vida social de nuestro país.
—Esto me recuerda al circo romano —acaba por decirme la paramédico quien entre la oscuridad de la ambulancia lee una revista, fastidiada.
“A veces sí se lastiman —dice—, en tres años que tengo de venir cada martes y domingo, me ha tocado auxiliar a veinte luchadores. Casi siempre es porque se dañan el cuello o la espalda, y por golpes…”
Pero todos sabemos que los golpes son fingidos, de lo contrario, sería una masacre cada combate. Pese a lo visible, a la masa que acude (y participa) al espectáculo le importa un bledo: en realidad a lo que acude (además de divertirse) es a desfogar sus pasiones y frustraciones cotidianas, a dejar el estrés, a mentársela a los de “arriba” o a los de “abajo”.
De alguna manera se ha perdido el viejo estigma de que la lucha libre era para “nacos”, pues al menos en Guadalajara hasta los intelectuales, que aborrecían los espacios del pueblo, y acudían solamente para el estudio de la masa, hoy han tornado el espectáculo en una moda convirtiéndolo en un antro más, a donde ya se atreven a ir los popis y las niñas bien.
Al término de la función, la única entrada a la arena, logra que la masa se confunda. Es poco probable que se ofendan en la calle. Donde los asistentes (mujeres lindas; muchachos alegres por las cervezas; los gringos y su fila de gí¼eritos; nacos y gente de todas partes) se dispersan y acuden puntuales —y bien relajados—, hacia sus casas o a seguirla.
La Calzada, durante todo este tiempo, no ha mudado de aspecto. Se han agregado a su escenario la noche y sus sombras: travestis, prostitutas, drogadictos y chichifos, ladrones nocturnos, asesinos… La vida nocturna en pleno se abre, en ciertos momentos es rota la oscuridad por la serpiente de luz del sacrosanto Macrobús, que a esa hora aparece como un vehículo providencial.