Tengo en la cabeza la imagen –que pensaba olvidada– de Eugenio Toussaint tocando en el auditorio Salvador Allende, del CUCSH de UdeG. Eugenio se dio vuelo sobre aquel piano de cola Steinway & Sons, que la Escuela de Música había facilitado para el evento. Entonces Emilio González era presidente municipal y puso la mitad para pagar el evento. Resulta paradójico que esa tarde al tomar la palabra previo a la tocada, recibió una mentada de madre de los asistentes, justo como la que él soltaría después como gobernador. Como dije, ese recuerdo con detalles inconexos lo creía borrado, pero es el que tengo, y ahora que Eugenio apareció muerto en su casa, ha vuelto. De la noche a la mañana una sobredosis de antidepresivos cerró de golpe la tapa del piano.
Eugenio contaba que lo de ser músico ya lo traía de nacimiento. Si de alguien le pudo venir, era de su padre, que –como se dice en la jerga musical– fue pianista de oído. Eso, y heredar el piano alemán casi de museo de la bisabuela, en el que Eugenio siendo un chiquillo tenía que pararse de puntas para tocarlo, definieron el temperamento y el gusto de quien abandonó el teclado por la guitarra rockera durante varios años porque odiaba sus primeras clases en las que debía leer notas más que escucharlas, hasta reencontrarse –ya en la Universidad, en 1972– con el primigenio piano por el mero accidente de jugar con un amigo a intercambiar instrumentos en un arrebato rudimentario, pero interpretativo.
No sé si vale la pena preguntar por qué alguien como Eugenio Toussaint quiso suicidarse. Si la depresión le punzaba, no se debía a la frustración o el fracaso. Aunque como todos los músicos de jazz, sintió la frialdad y aridez que el género recibe en los mercados discográficos y en los foros de México, su constante trabajo mereció el reconocimiento del medio, aunque más bien fuera del país.
¿Cuántos podrían presumir de haber sido invitados al Festival Internacional de Jazz de Montreal para ofrecer dos actuaciones en un mismo día? El grito de “Carnales, lo logramos”, en 2008, dicho por alguno de los hermanos Toussaint, que formaban el trío Sacbé, la primera banda mexicana de jazz en ser invitada a ese festival, diluye cualquier duda de impotencia y pesimismo.
Además, Eugenio compartió su música con figuras como Herb Alpert, Paul Anka o Eddie Gómez, y su necesidad de aprender le brindó clases con Albert Harris, John Corigliano y Mario Lavista.
No era un hombre que se conformara con lo hecho. Sus trabajos en el jazz, aunque excelentes, no lo estancaron en una búsqueda que estaba más allá de un género. Así, pudo darse gusto en la llamada “música clásica”, componiendo obras de carácter orquestal y sinfónico, en las que algunos de sus nombres claramente evocan su visión latinoamericana del mundo, como su poema sinfónico Popol Vuh, que interpretó la Orquesta Nacional de Bélgica en el Europalia del 93; La chunga de la jungla, estrenada en 1996 por el cuarteto de percusiones Tambuco, en el Lincoln Center en Nueva York; su ballet Día de los muertos, interpretado por la Sinfónica de Phoenix en 1997, o su Arreglo sinfónico a cuatro mambos de Pérez Prado, ejecutado en la víspera del año nuevo de 2000, en el Zócalo de la ciudad de México.
¿Qué fue lo que finalmente agotó a Eugenio? En alguna ocasión comentó que quería dejar de lado el lenguaje del jazz, al que sin embargo, siempre regresaba una y otra vez, y posiblemente tocara lo que tocara. Leonard Bernstein, compositor y extraordinario director de orquesta, decía que la música, toda, era sólo jazz. Y Eugenio debió comprenderlo cada que se sentaba a hacer música, sintiéndose no un virtuoso académico del piano, y esto, que si en algún momento pensó que era su límite, lo cambió por toda la expresividad en la que se jactó de no necesitar escribir o tocar miles de notas para convencer a nadie.
Tengo frente a mí una foto de Toussaint sonriendo de manera sencilla y franca. Y lo recuerdo de nuevo con esa imagen de él frente al piano, contoneándose mientras toca, con ese aspecto de niñote que no se cansa de asomarse al interior del instrumento para ver cómo hacer sonar sus resortes. A sus 56 años parecía no tener empacho en gozar de todo lo que vivía; el problema fue, como dijo, cuando las cosas dejan de ser disfrutables.