Molocos para mis drogos

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    Stanley Kubrick fue un buen fotógrafo, un mediano jugador de ajedrez y un director de cine obsesivo. Cuentan que una escena de una conversación de El resplandor tuvo que repetirse hasta 146 veces.
    Como lo señala Bill Krohn, corresponsal de Cahiers du cinéma en Los íngeles, la filmografía de Kubrick se resume en una predisposición a las batallas que bien puede explicarse por su afición al ajedrez. La guerra y la barbarie, la anarquía a la que tiende el hombre y su incapacidad para alejarse de la autodestrucción son temas recurrentes desde Miedo y deseo (1953) hasta Ojos bien cerrados (1999). Sus escenas bélicas son clímax dramáticos en las que la música y las originales coreografías nos recuerdan más a secuencias operísticas que a cualquier vano intento por reproducir la realidad. “El cine sólo puede subestimar la realidad: exagerarla es imposible”, escribió Stanley Kubrick. Su acercamiento, su estética y finalmente su visión la construyó siempre desde una mirada oblicua, que al posarse sobre los objetos, los gestos y los diálogos aparentemente más superficiales, devela un mundo que está siempre ante nuestros ojos, pero que se escapa por nuestro afán racionalista. “Kubrick siempre insistió en las afinidades entre cine y poesía, y entre poesía y ambigí¼edad alegórica”, escribió Bill Krhon en la monografía Maestros del cine (Océano).
    Esta puede ser una de las principales razones por la que la novela de Anthony Burgess, La naranja mecánica (1962) es tan diferente de la versión cinematográfica de Stanley Kubrick. Como lo señalara el propio escritor inglés, mientras que el cineasta no cree en el libre albedrío, la historia original se empeña en mostrar la capacidad del hombre para finalmente imponerse a la anarquía y a las herrumbres de su alma. Y “es precisamente el hecho de que esa lección destaca tanto lo que me hace menospreciar a veces La naranja mecánica como una obra demasiado didáctica para ser artística”, escribe su autor en un prólogo de 1986.
    Burgess no deja de tener sentimientos encontrados con lo opuesta que fue la percepción de Kubrick al momento de filmar la película casi diez años después de la publicación del libro. Como lo señala en el mismo prólogo: “De buena gana la repudiaría por diferentes razones, pero eso no está permitido. Recibo cartas de estudiantes que tratan de escribir tesis sobre la novela, o peticiones de dramaturgos japoneses para convertirla en una suerte de obra de teatro noh. Así pues, es altamente probable que sobreviva, mientras que otras obras mías que valoro más muerden el polvo”.
    Aunque la novela de Burgess fue literalmente el guión de la cinta de Kubrick, la riqueza (y simbolismo) de las escenografías, la iluminación y el vestuario, la música original de Wendy (Walter) Carlos con sus variaciones de sintetizador de obras de Beethoven, así como la cámara fija y su correspondiente sensación de teatralidad ayudaron a convertir a la versión cinematográfica en un clásico.

    ¿Distopía o ciencia ficción?
    2001: Una odisea del espacio fue una película costosa para su época (1968) y duró dos años en su producción. Como lo señala el que fuera jefe de redacción de la revista Premiere, Peter Biskind, cuando el propio Stanley Kubrick buscaba dinero para financiar su proyecto uno de los “peces gordos” de Hollywood, el entonces presidente de Universal Pictures, Lew Wasserman le dijo: “Chico, nadie gasta más de un millón de dólares en películas de ciencia ficción. Eso sencillamente no se hace”. Y es que hasta 2001: Una odisea del espacio, las películas eran consideradas costosas por las inversiones en efectos especiales. Sobre todo porque no representaban ganancias a la hora de salir a la luz.
    Lo cierto es que Una odisea del espacio llevó al cine de ciencia ficción a un terreno popular sin precedentes, sin dejar de lado la calidad tecnológica y el valor discursivo de la historia. Termina de tajo con lo que Philip K. Dick llamaba “ficción precolonial”, es decir, las narraciones de viajes espaciales escritas antes de los viajes espaciales. Era la obra de un vidente. Kubrick cerró el círculo que comienza por la barbarie y cierra con la ciencia, donde la violencia y la anarquía no eran superadas por la raza humana. Como lo señalara Bill Krohn, el cine del director de La naranja mecánica puede definirse por la búsqueda de “el gran conflicto entre la razón y el caos”.
    Con su película, Kubrick “ponía fin a la época heroica de la ciencia ficción moderna” como lo escribió J. G. Ballard en el prólogo de su novela Crash.
    Así como las novelas de J. G. Ballard podrían para algunos no ser parte de la tradición de la ciencia ficción, La naranja mecánica goza de esta clasificación ambigua, que la acerca tanto a la novela trasgresora y fundadora de un tipo de historias que American Psycho o la misma Trainspotting continúan; o la sitúan como la última distopía de una serie iniciada por Jonathan Swift y Los Viajes de Gulliver, y extendida hasta el siglo XX por Un mundo feliz (Huxley) y 1984 (Orwell).
    La naranja mecánica describe a un grupo de ascéticos nihilistas (drogos), que utilizan la “ultraviolencia” como única expresión de la personalidad. En la novela una pandilla de jóvenes rompe con todo contrato social y disemina la anarquía y la locura. El sexo y la droga son las respuestas a una realidad rebasada y a una humanidad desencantada que perdió hace tiempo su fe en el progreso. Incluso su ruptura los lleva a comunicarse en una lengua (o “neolengua” en el sentido orwelliano), el nadsat: una versión rustificada del inglés.
    El curioso gusto de Alex por la “novena” de Beethoven es una burla franca hacia toda clase de buen gusto occidental, así como una crítica al Arte y la Cultura con mayúsculas. En su versión personal, Kubrick continuó con sus tópicos como la violencia, el poder evocador de la música y la trasgresión de la realidad. Aquí, como en otras adaptaciones de la literatura, el final es distinto. Anthony Burgess explica que el cineasta termina abruptamente la película con la frase de Alex: “Sí, yo ya estoy curado”, cuando todavía falta un capítulo que narra la evolución moral del personaje principal, quien hastiado de la violencia, decide recorrer caminos más “civilizados” y se inserta en la sociedad. Esta omisión del capítulo 21 convierte, escribe Burgess, “a la Naranja norteamericana o de Kubrick en una fábula” y a la suya o británica con todos sus capítulos: “en una novela”.
    A partir de La naranja mecánica el poder de los directores, por sobre el de los productores, comienza a imponerse. Como lo explica Biskind en su libro Moteros tranquilos, toros salvajes (Anagrama), la independencia y las agallas que Kubrick ya había demostrado con películas como Lolita, motivaron –junto a la Nouvelle vague– a una nueva generación de directores de Hollywood a tomar el control. Martin Scorsese, Francis Ford Coppola, Steven Spielberg y George Lucas lograron someter a los grandes estudios para producir un cine llamado de “autor”, que reflejaba las historias que la nueva realidad exigía.

    La dictadura de los jóvenes
    Sin duda una de las virtudes de La naranja mecánica de Stanley Kubrick es la de presentar el lado oscuro de la revolución juvenil de finales de los 60 y principios de los 70. El mundo se rendía ciegamente al ideal de “juventud” y rompía con la jefatura de los adultos. Como lo señala el pensador francés Alain Finkielkraut en La derrota del pensamiento: “El hedonismo de consumo emprendido por las sociedades occidentales culmina hoy con la idolatría de los valores juveniles. ¡El Burgués ha muerto, viva el Adolescente!”.
    Anthony Burgees al darle vida a Alex, crea un arquetipo llevado al límite que finalmente moraliza sobre consecuencias de la maldad. “La violencia sin sentido es una prerrogativa de la juventud; rebosa energía pero le falta talento constructivo”, señala el escritor, pero mientras el autor termina su novela con un regreso de su protagonista al redil social, Kubrick no le da el derecho a la duda y se esfuerza en representarlo como un ser alienado, completamente programado por los diferentes determinismos, tanto por el Estado como por la sociedad. “Si sólo puede actuar bien o sólo puede actuar mal, no será más que una naranja mecánica, lo que quiere decir que en apariencia será un hermoso organismo con color y zumo, pero de hecho no será más que un juguete mecánico al que Dios o el Diablo (o el Todopoderoso Estado, ya que está sustituyéndolos a los dos) le darán cuerda”, escribe Burgess, quien en su esfuerzo por separar su visión de la del cineasta insiste en que “es tan inhumano ser totalmente bueno como totalmente malvado”.
    Y Kubrick busca precisamente esto, convertir a Alex en un juguete de los dioses, lo inserta en la tradición griega que ve al hombre como un autómata, sin libertad para decidir sobre su propio destino. En este sentido el gusto de Kubrick por el terror comienza a desarrollarse en La naranja mecánica y llegará a su cénit con El resplandor (1980). Como le confesara a Michel Ciment: “Freud decía que lo siniestro es el único sentimiento del que podemos tener una experiencia más intensa en el arte que en la vida”.
    Kubrick supo ver que nuestra idealización de la juventud representaba el comienzo de otro tiempo. Al exhibir la psicosis de Alex y sus drogos nos preparaba, como lo señalara J. G Ballard en Quotes (2004), para lo que se avecinaba: “Tal vez las enfermedades mentales sean una suerte de adaptación a lo que nos espera en el futuro; a medida que avanzamos hacia un paisaje más y más psicótico, los desordenes psicológicos quizá no sean otra cosa que señales de nuestra darwiniana adaptación a lo que vendrá”.
    Si bien Stanley Kubrick dio la espalda al final literario que propuso Burgess para su novela, la película La naranja mecánica inmortalizó a los dos. Como escribió Salman Rushdie: “No hay por qué elegir entre ser realista o visionario”. Lo importante es no rendir la percepción.

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