Hay muros como estos que nos rodean: grises, espesos, coronados por alambres de púas, que recuerdan a los de afuera que son libres. En su interior, casi imperceptibles, existen otros muros como los que esta noche, y sólo por esta noche, delimitan y unen destinos opuestos, diseñando un entramado de divisiones en el público que, desde algunos minutos, se mueve al ritmo de la música.

Es el 11 de octubre y hace frío. La voz de Pancho Barraza —que suena un poco desafinada en medio de rejas y cordones de uniformados—, ha logrado elevar la temperatura del ambiente, poniendo todos a bailar: a la chica con cuerpo de modelo que tararea “Mi enemigo el amor”, y luce demasiado joven para conocerla; a dos luchadores que balanceándose como si estuvieran en el cuadrilátero, la están desvistiendo con la mirada —aun si no hay mucho que quitar— protegidos por sus máscaras chillonas. Más allá, una hip-hoppers se mueve como poseída y en vez de banda, parece estar escuchando a los Beastie Boys; a su alrededor, parejas de mujeres bailan apretaditas, algunas displicentes, porque no hay más opciones, otras estrujándose con ganas. A estas alturas del evento las apariencias ya no cuentan. Ni que una mujer llenita se abrace efusivamente con una guardia marimacha, cruzando el límite entre la zona de las internas y la de los invitados. Lo importante es bailar, sacudirse la rutina,  porque este es un día de fiesta en Puente Grande.

Hace ya unas horas que entré al patio de recreo del reclusorio. Aún encandilado por las luces del escenario e incómodo por las minuciosas revisiones de rutina, me recibe inesperadamente una edecán morena, enteramente de blanco: desde su amplia sonrisa hasta su apretado vestido de noche. Caminando a mi lado entre altas rejas metálicas, me explica el significado de los adornos del festejo, fabricados con cartón y papel coloreado: una escaramuza originaria de Tepatitlán, agaves de Tequila y mazorcas de Zapopan.

Todo es tradicional, todo es típicamente jalisciense y todo —dice mi guía— “fue hecho por mis compañeras”, al igual que los productos regionales, como dulces de fruta y agua de horchata que otras edecanes ofrecen a lo largo del camino. El recorrido termina en un puesto de tortas ahogadas, símbolo gastronómico de Guadalajara, donde me atiende Érika, una muchacha güera y de grandes ojos, no menos tapatíos que el manjar que pregona. “Estamos celebrando 47 años de orgullo jalisciense”, dice, y luego se interesa por mi acento, que no suena muy de Jalisco. Le explico que soy extranjero y, para prevenirla, que soy reportero. “Yo estudié comunicación en la UNIVA, especializándome en periodismo”, dice ella con un entusiasmo que, por contraste, me empuja a preguntarle: ¿Y qué haces aquí? “Ya sabes”, contesta un poco cohibida, “las malas compañías”.

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El escenario es el de los grandes eventos: luces estroboscópicas, juegos pirotécnicos, una pasarela que se prolonga hasta en medio del auditorio. Ely Castro, conductora del programa televisivo Qué quiere la banda, anima al público acompañada por el cantante sinaloense Rogelio Martínez, mejor conocido como “RM”.

Frente al palco, los asistentes —“juntos, pero no revueltos”, como me había advertido antes de entrar Ramón Rocha, médico del penitenciario—, se dividen por compartimentos cromáticos: a la derecha de la pasarela están sentados los invitados, embutidos en sus trajes elegantes y variopintos; a la izquierda, con vestidos de noche pero de tonos tenues para que recuerden el beige de su ropa ordinaria, están las reclusas. Oculto en la penumbra, un cordón de guardias de uniformes azul oscuro lo rodea todo.
Ely presenta a las autoridades invitadas. Funcionarios de los Hospitales Civiles, de organismos no gubernamentales y de universidades públicas y privadas, son recibidos con un estrépito de aplausos, que empieza a bajar de intensidad cuando se anuncian las dependencias de gobierno y las diferentes procuradurías. Al llegar a la Secretaría de Seguridad Pública, la presentadora de plano tiene que reanimar el palmoteo que, sobre todo del lado izquierdo, se ha vuelto inaudible.

Luego, por fin, llega el momento culminante del evento: una voz calda e impostada anuncia las aspirantes a Reina Fiestas de Octubre COGPRES (que no es el patrocinador, sino la sigla de la Comisaría General de Prevención y Reinserción Social). Desenvoltura, seguridad al caminar y dicción, son los elementos que el jurado evaluará para seleccionar la ganadora entre las 18 participantes a este concurso de belleza, que se realiza en el penitenciario desde 1991.

Al ritmo de un “Jarabe tapatío” en versión electrónica, las concursantes se mueven siguiendo una coreografía ensayada durante tres meses. Flacas, chaparritas, frondosas, rubias platino: todas son internas del reclusorio que, sin importarles sus imperfecciones físicas, se improvisaron como “señoritas”. Sus sonrisas estiradas, las poses de modelos, sus miradas fijas hacia el jurado, se mezclan con otro juego de miradas que se fue generando entre la concurrencia: curiosas, casi morbosas, las que cambian los invitados y las reclusas, atentas y vigilantes las de los guardias. Cada quien espía a los “otros” desde su lado del muro.

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“Aquí se vive muy mal”. Érika me comenta esto, que tiene 24 años, que le encantó su carrera, que le gustaría escribir y que la justicia en México es muy mala. ¿Cuánto tiempo más te tienes que quedar? “No sé, espero poco”, me contesta. A pesar de cumplir casi un año de su detención, todavía no tiene sentencia, lo que hace la vida en la cárcel más insoportable, porque le quita a un preso la única razón para seguir adelante: contar los días que le faltan para la liberación.

Con todo, no es lo peor de la vida en Puente Grande: “Somos quince encerradas en un cuarto chiquito, con dos camas y dos literas”, explica. “En ellas duermen las internas con más antigüedad, las otras dormimos en el piso”. En este reclusorio femenil de media-alta seguridad se encuentran actualmente 493 internas, cuando su capacidad máxima es de 300. La sobrepoblación es un problema común a todas las cárceles de Jalisco donde, según un estudio del Centro de Análisis de Políticas Públicas, alcanza el 176 por ciento, en segundo lugar a nivel nacional después del D. F. Esto constituye una clara violación a los derechos humanos de los presos, ya que un hacinamiento superior al 120 por ciento es considerado por la Organización de las Naciones Unidas como trato cruel.

Claudia Lozano, inspectora general de este centro de reinserción femenil, me atiende con desgana. Reconoce que en el reclusorio hay una sobrepoblación del 30 por ciento, pero dice que “las condiciones de vida de las internas aquí son buenas, alcanzamos a cubrir sus necesidades en un espacio digno”. Cuando comenta esto pienso en lo que me dijo Érika, en las reclusas durmiendo en el piso, hacinadas, en muchos casos mezcladas, homicidas y secuestradoras con condenadas por una simple falta administrativa. Vuelvo atrás un par de horas, al puesto de tortas ahogadas, y ya no resisto a la tentación de preguntarle otra vez: “¿Y qué haces aquí?”.

Érika ahora me mira entre indecisa y pícara: “Bueno, andábamos haciendo cosas… Llegaron los de la Procuraduría y agarraron parejo, y me llevaron también a mí. Era como una agencia de modelaje, pero también se hacían otras cositas”. Más no quiso decir, pero durante la noche me acostumbré a que las chicas, a esta pregunta, contestaran esquivas y dando rodeos que fue una “equivocación”: en algunos casos suya, y en otros, de la justicia mexicana.

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“Belleza, elegancia y simpatía”. La voz sensual (en off) acompaña a cada una de las 18 concursantes que desfilan en la pasarela. Esta voz ha sido el hilo conductor de todo el evento, marcando sus diferentes etapas. “Es de Miriam Yukie Gaona”, me dice el funcionario de la SSP sentado a mi lado que, aun si no quiere revelar su nombre, se convirtió en mi Virgilio. Mejor conocida como la “Matabellas”, es la interna más famosa del reclusorio femenil de Puente Grande. Oí hablar de ella desde mi llegada a México, porque una prima de mi pareja fue víctima suya: le inyectó aceite comestible y silicona industrial para aumentarle los senos. Tuvieron que amputárselos y ahora en su lugar tiene dos implantes. Años después, entré en contacto con una fuente de la Procuraduría de Justicia que había participado en su captura, quien me contó su historia.

La “Matabellas”, ex bailarina de table dance, fue detenida en 2002 en medio de un escándalo nacional. Al menos 150 mujeres la acusaron de inyectar sustancias no permitidas para realizar operaciones de mejoramiento estético, ostentando además un falso título de cirujana plástica. En aquel entonces, funcionarios de salud calcularon que pudiera haber aplicado su tratamiento a entre mil 500 y 2 mil 700 personas, pero Gaona Padilla recibió 10 años de cárcel sólo por delitos contra la salud, en específico por posesión de psicotrópicos. Es decir, que está por salir.

Voy detrás de ella al final del espectáculo, después de haberla observado durante un rato. Es la única presa que puede moverse libremente, y se nota de inmediato que es una líder en el reclusorio: todas la saludan y la abrazan. Y no únicamente las internas.

El funcionario de la SSP me dice que su autoridad moral se extiende hasta a la inspectora del centro y al director general de la cárcel. Miriam es el alma de este concurso. Maquilla, peina y viste a las participantes, les enseña cómo actuar frente al jurado y coordina las coreografías de los bailes. La alcanzo detrás del escenario. La primera impresión al verla de cerca es que ella misma podría pasar por una de sus víctimas: labios y pómulos exagerados, senos y nalgas cuya protuberancia delata falsedad. Me recibe cordialmente, hasta que llega el encargado de prensa del penitenciario, Héctor Gelista, y le advierte que soy reportero. De inmediato su expresión plástica se vuelve oscura y me dice: “Mejor siéntate y disfruta”.

Insisto, pero Gelista me explica que Miriam está por salir y que cualquier cosa que diga podrían usarla en su contra. “Hay mucha gente que no quiere que salga”, agrega, porque entre sus “pacientes” hubo varias personas importantes de Guadalajara.
Le lanzo una última mirada interrogativa: “Mejor siéntate y disfruta”, me dice otra vez ella con una sonrisa un poco artificial, pero amable.

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Entrar a una cárcel es más difícil de lo que se piensa. En balde me pasé dos semanas haciendo llamadas y exasperando a encargados de prensa de las Fiestas de Octubre y funcionarios de la SSP. Cuando ya había perdido las esperanzas, Ely Castro hizo el milagro: me habló la misma tarde del evento diciéndome que había logrado la autorización.
Reptando entre el tráfico imposible de las seis en la vigilia de una día festivo, y además lluvioso, llego a la entrada del penitenciario a las afueras de Guadalajara, a pesar de todo, puntual. De repente, me encuentro rodeado por patrullas de la policía estatal, tres guardias cascarrabias y armados con rifles empiezan a hacerme preguntas y a revisarme el automóvil; y, por si no bastara, por el espejo retrovisor veo llegar un camión abierto con decenas de militares encapuchados.

Empiezo a sudar. Por la tensión, pero también por una sensación que tuve desde que era niño: cuando me encuentro frente a unos uniformados, siento siempre como si hubiera hecho algo malo, como si no fuera del todo “inocente”. En el interminable tiempo en que me revisan, me fumo un cigarrillo en tres caladas y pienso en Joaquín “El Chapo” Guzmán, líder del Cártel de Sinaloa, uno de los hombres más buscados por el gobierno de Estados Unidos, y en cómo se escapó tranquilamente del penitenciario federal de máxima seguridad de Puente Grande, la noche del 19 de enero de 2001.

Puedo avanzar; otro control, más rápido. Pregunto por el reclusorio femenil: donde topa a la izquierda, luego derecha y todo recto hasta al fondo. Me pongo más nervioso. Puente Grande es una sucesión de edificios bajos, decadentes, conectados por calles mal empedradas y llenas de baches, donde corren hordas de perros callejeros. Además me han dicho —no sé si en broma o como una advertencia— “no te equivoques y termines en el reclusorio federal, allá antes te balean y luego te preguntan quién eres”.

Llego por fin a mi destino, donde empieza otro trámite. Me quitan celular y llaves, y me meten a un cuartito para una nueva revisión: ¿qué tienes atrás?, me pregunta el guardia. Era mi cartera. “Bueno, tú te responsabilizas, por si la dejaras por ahí”. No entiendo bien lo que quiere decir, pero sigo mi camino y llego a un punto donde dejo mi identificación y por último, me estampan un sello en el dorso de la mano que se puede ver sólo con una luz de neón. Otra marca invisible que define quienes son los libres y quienes los internos, y que me puede asegurar, a la salida, un paso tranquilo hacia el mundo exterior.

Lucía Isabel Negrete se coronó como Reina COGPRES 2012. Fotos: Cortesía/SSP

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Es el momento de la pregunta en que el jurado, encabezado por Karen García, reina de las Fiestas de Octubre (la de los libres) evaluará el dominio escénico y la dicción. Ely Castro y “El RM” se acercan a las 18 concursantes y les hacen la pregunta más difícil, o quizá  más absurda, que se pueda hacer a una reclusa: “¿Cuál es tu pasatiempo preferido?”.

Con acentos que delatan su procedencia tanto geográfica como social, las chicas se ingenian para responder a tamaño cuestionamiento: leer, escribir, practicar deporte, estar con mi familia y mis hijos. Ninguna dijo contar los días que faltan para la liberación.
Esta es la última etapa del concurso. En unos instantes se anunciarán la reina y las otras “mises” (Simpatía, Elegancia, Presentación y Fotogenia), pero antes descubro que como integrante de la mesa de prensa, donde soy el único reportero, formo parte del jurado para la categoría de Fotogenia. Acordamos que sería la número nueve y comunicamos el fallo a los organizadores; por sorpresa nuestra, al final la premiada es la número 12. “Aquí es como en las elecciones presidenciales”, me dice en broma el funcionario de la SSP, “en lugar del que vota la gente, gana el que quieren”.

Lucía Isabel Negrete, una jovencita de 21 años, es la nueva Reina COGPRES 2012. Es la más chica de ocho hermanos, afuera estaba estudiando la preparatoria y tiene seis meses en Puente Grande. Pese a que no ha sido procesada, confía en que no se quedará mucho más tiempo. “¿Y qué haces aquí?”. Ya entendí que hoy no es el día y la situación apropiada para hacerla, pero la pregunta ya me sale espontánea. “Fue una equivocación”, responde sonriendo. “¿Tuya o de la justicia?”. En este caso suya, pero no me quiso decir cuál. Ahora Lucía se ve muy feliz con su corona, la banda y el ramo de flores: “Me emocionó el saber que se realizaban este tipo de eventos aquí”, dice. Ella será la reina del reclusorio por un año, pero espera salir antes de entregar la corona a su sucesora.

Para mí, en cambio, ya es hora de irme. El concierto de Pancho Barraza está a punto de terminar. Varios artistas famosos se exhibieron antes que él en este escenario. En ediciones anteriores pasaron por aquí bandas y cantantes del calibre de Vicente Fernández, El Recodo y Valentín Elizalde (quien, dicen, llegó borracho y vomitando).

Me voy mientras Pancho Barraza canta “Las rejas no matan”, coreado por todo el público que, aun si dividido, baila al compás de una misma letra:

Qué labios te cierran los ojos
los ojos que a besos cerré
auroras que son puñaladas
las rejas no matan,
pero sí tu maldito querer…

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