Una vida en una calada

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De los probables subgéneros del cine documental, el dedicado a las leyendas de la música (los frontman) es de los más vitales y —por el morbo que despiertan— de los más interesantes. No son pocas las incursiones de importantes directores de cine que se toman un respiro de la ficción para ahondar en las atormentadas vidas que por lo general se esconden detrás de los artistas.
Cabría diferenciar entre el documental puro y duro (aquel que con recursos de la historiografía y el periodismo va desentrañando la vida de estos míticos personajes), con las producciones llamadas biopics, que suelen ser muy premiadas y hasta gozan del público masivo, pero que quedan a deber por concentrarse demasiado en una etapa (por lo general la muerte) de sus biografiados. Ejemplos de estas última sobran como las producciones La vie en rose, de Oliver Dahan, Bird, de Clint Eastwood o Ray, del director Taylor Hackford.
Los documentales más apegados a la realidad, si cabe dicha explicación sin sonar a pleonasmo, buscan mostrar al personaje en toda su complejidad, ni todo lo malo ni todo lo bueno de su vida: un claroscuro, aunque tendiendo sin querer tal vez hacia la sombra de la que por cierto suele emanar la creatividad en muchos de los casos. De Martin Scorsese con los Rolling Stones, hasta Gus Van Sant con Kurt Cobain, estas producciones son un caleidoscopio que suele ser más efectivo para conocer a los héroes de nuestra cultura popular.
Kevin MacDonald ha incursionado tanto en el biopic como en el documental. Aunque El último rey de Escocia no es propiamente una biografía, y en cambio está basada en la novela de Gile Foden, el resultado es el retrato por demás fiel de un personaje patético y hasta carismático como el déspota ugandés Idi Amin. En cambio en Senna, MacDonald reconstruye de manera muy objetiva, pero sin dejar fuera recursos evocadores de la mejor ficción, el ascenso y caída hasta su muerte del extraordinario piloto brasileño de Fórmula-1, Ayrton Senna.
En su última entrega, McDonald retoma la vida del músico jamaicano Bob Marley para tratar de mostrar el origen y desarrollo de un artista (y un género, el reggae) que en pocos años logró construir un acervo que hoy continúa sonando en todo el mundo de forma masiva, y que deja a sus herederos (11 hijos además de una esposa y múltiples concubinas) una jugosa herencia sin duda.

El apóstol del gospel caribeño
En su novela Caribe, el escritor estadounidense James A. Michener dedica un capítulo a los rastas y explica la génesis de esta curiosa secta. Los rastafaris hacen una lectura parcial del Viejo Testamento y se autoproclaman una de las 12 tribus de Israel (la de Judá) que se disgregaron por el mundo en el mítico Éxodo. A partir de un sincretismo que defiende conceptos como el dejarse crecer libremente el pelo (para formar los famosos dreads, literalmente: enredado), tener las mujeres que se quieran y “fumar la hierba” que aparentemente no viene en la primera parte de la Biblia sino en el Libro de las Revelaciones, es decir en el Apocalipsis; los rastas promulgan además el retorno a África, como el paraíso prometido y del cual los negros abandonaron por la esclavitud, y construyeron por último un curioso culto al “emperador” de medio pelo y uno de los primeros líderes de las independencias africanas, el etíope Haile Selassie.
Bajo este contexto pseudoreligioso —y como lo destaca el documental de Kevin MacDonald—, el reggae se convirtió sin quererlo, aunque con la definitiva colaboración de Bob Marley, en el gospel caribeño, que al tiempo que proclamaba un “tiempo nuevo” para los negros del mundo, ensalzaba a Jah, quien algunas veces es Dios y algunas otras Selassie, quien los guiará de regreso al continenente del cual salieron encadenados hace siglos. Todo esto bajo una nube espesa de marihuana y aderezado por un ritmo por demás pegajoso que nació del calipso y del ska, pero sobre todo de la curiosa interpretación que hicieron los jamaicanos de la música popular estadounidense de los años 50 y 60.
Como se puede ver en Marley, el reggae es principalmente el descubrimiento de un riff que va y viene, y que da peso a un ritmo basado en el contrapunto, donde la melodía se acentúa en lugares inesperados. Dejando de lado las letras, que a veces dan tumbos entre la simple apología de la marihuana y que llegan hasta el contenido social y la reivindicación de las minorías, se trata sin duda de una música bailable y que tuvo en el mestizo Bob Marley a su carismático apóstol que la volvió universal.
Si algo deja claro el documental de Kevin McDonald es que Bob Marley tenía una idea muy clara para con su música. Después de deshacerse de la parte más ortodoxa de los Wailers (Peter Tosh y Bunny Wailer) construyó un auténtico culto a su personalidad, hijos, músicos y demás corifeos que no dejaron de ensalzarlo y estuvieron disponibles para todos sus caprichos (creativos y hasta infantiles) para apuntalar, desde esa guardia pretoriana, la leyenda que nacería a partir de su temprana muerte en 1981, con apenas 36 años de edad por un melanoma mal tratado.

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