Mi joven hija Valentina (14 años) fue con un grupo de sus amigas al estreno de la nueva adaptación cinematográfica de la novela más popular de los Estados Unidos del siglo XX: El gran Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald, y salieron entusiasmadas.
Asistieron a un espectáculo con encanto, esa materia que irradia en el genio de Fitzgerald —de manera singular en esta novela. Un espectáculo en el que se exponen los atronadores años veinte del siglo pasado, tan emparentados con los tiempos actuales.
La interpretación sale de la obsesiva imaginación de Baz Luhrmann, un cineasta que antes ya había adaptado al cine el clásico shakesperiano Romeo y Julieta (Romeo+Julieta, 1996), enmarcando la célebre tragedia en los tiempos modernos, con singular calidad y reconocimiento.
Su especialidad son las grandes producciones con marcados contrastes en la pantalla. Cuando ha dado con una la realiza con gran ingenio visual, se desplaza de lo original al melodrama, y vertiginoso y artificial llega al exceso musical logrando un efecto teatral, operístico: el mejor ejemplo es Moulin Rouge (2001), la cinta que lo consagró ante los espectadores.
Respecto a su adaptación de la novela de Fitzgerald, la crítica en Estados Unidos se dividió y, unos días después, a mediados de mayo, esta misma cinta abrió la edición 66 del Festival de Cannes, donde también hubo quien desestimó la labor de Luhrmann lo mismo que otros la respetaron.
Luhrmann, de origen australiano, ha demostrado sin embargo que su peculiar estilo para interpretar la literatura en el cine puede ser además de novedoso y contemporáneo, popular. Es un director que no pasa de noche. Su apuesta, por lo visto, siempre es alta. Hay quienes, entre los especialistas, despotrican con fruición respecto a su trabajo, mas los hay también entusiastas; lo cual a uno como espectador le da lo mismo, pero como observador le despierta curiosidad… Como tal, apunto, sin empacho, que luego de ver la película en tercera dimensión (lo que a algunos exquisitos mareó) me pareció un recurso del presente en el que Luhrmann supo apoyarse para ilustrar el fastuoso mundo de las fiestas de Gatsby y, en un atrevido giro hasta la orilla de nuestra actualidad, el soundtrack está a cargo de Jay-Z, lo cual también erizó susceptibilidades.
La sutileza que caracteriza a Fitzgerald y el torrencial relato en que aquélla se incrusta, con los sucesivos episodios llenos de acciones que describen poéticamente la vehemencia, la vacuidad, las extravagancias, el delirio y las pasiones de los protagonistas; episodios con una maraña de detalles que dan cuenta, por momentos con frenesí, de la tragicomedia que se escenificaba entre la Long Island y la Nueva York de los vertiginosos años veinte —cuando comenzó la modernidad estadounidense—, no los plasma Luhrmann con esos recursos de contexto o encuadre, sino donde debe un director marcar su sello: en el trabajo de los actores.
Leonardo DiCaprio alcanza un Jay Gatsby en todos sus matices, desde sus atribuladas maneras de ser suave y encantador, solitario y amistoso, magnético y misterioso poseedor de una enorme fortuna, romántico y enigmático hasta los desfiladeros tanto de sus puntillosas fantasías, las del perdido enamorado que busca reconquistar a Daisy Buchanan, como la de su tormentosa aflicción moral, la de su pasado siempre a corta distancia delante suyo, donde se mece y estremece su sensibilidad.
Carey Mulligan, con un esplendor natural caracteriza a Daisy Buchanan, primorosa y exquisita. Veleidosa. Ella (como su amiga Jordan) no desentona entre la fauna de flappers que circulan en la mansión de Gatsby, pero su presencia se volvía etérea para tormento de Gatsby. El glamour de Daisy, profundamente enraizado en generaciones de su propia familia (y la de su esposo), asciende hasta sus pies y ella parece levitar, delicada y bella, por encima de la superficialidad que aflora en la alberca y en los salones de la casona de West Egg; brota con su risa sensual y le da un toque melodioso a su voz “llena de dinero”.
Tobey Maguire encarna con fidelidad al escritor en ciernes Nick Carraway, el narrador, el primo discreto de Daisy y el único verdadero amigo de Gatsby; aunque con Carraway el director se concede ubicarlo, apesadumbrado, en un ámbito de manicomio, ante un siquiatra al que le cuenta su experiencia a partir de que llega a West Egg y quien lo alienta a que escriba sus vivencias de la primavera de 1922 (el relato culmina al inicio del otoño). Una enorme novela corta que plasma con una sutil mordacidad los fabulosos años veinte y la aristocracia que se aloca bajo el estruendo de la jazz age.
Tom Buchanan (Joel Edgerton) y su amante Myrtle Wilson (Isla Fisher) así como —de muy especial manera— Jordan Baker (Elizabeth Debicky) completan —muy a tono— el elenco con el que Luhrmann intenta serle fiel al escritor.
Hay un buen intento de no dejar de lado nada. La mirada tras los anteojos del doctor T. J. Eckleburg ahí está, como omnisciente, abarcándolo todo. Lo mismo la interesante aparición del Ojos de Búho en la biblioteca, que pasa malabareando su martini con el misterio de sus frases en torno a la realidad de los libros. Wolfsheim, siniestro y familiar. El mundo de contrabandistas, ominoso en las sombras. El valle de ceniza de donde se desprende Wilson, el mecánico, marido de Myrtle, al encuentro de Jay Gatsby.
El gran Gatsby en cartelera aparece cuando el libro está siendo relanzado por muy diversas editoriales. Sus nuevos lectores nacen a su encanto, los viejos se renuevan (nos damos a la relectura). Hay variadas traducciones en el mundo hispanohablante, hay originales ediciones con ilustraciones, hay novedades biográficas, incluida una novela gráfica sobre la vida de Zelda Fitzgerald (Superzelda. La vida ilustrada de Zelda Fitzgerald), trabajo de Tiziana Lo Porto (traductora y periodista italiana) y Daniele Marotta (dibujante). Zelda, habitualmente satanizada (empezando por los propios miembros de la Generación Perdida), es reivindicada por Lo Porto. Zelda —es bien sabido— complementaba a Fitzgerald a tal grado que sin ella Daisy no sería tal, y acaso tampoco El gran Gatsby sería lo que es… Pero eso requiere otro espacio y alguien más calificado.
En fin, Luhrmann contrasta lo superficial con la tragedia que emana de la obra literaria. Deslumbra porque desborda, aunque sus detractores hagan muecas. Con su espectacular producción alude a la vigencia de la novela: un contundente vigor que esta cinta vino a estimular. La obra de Fitzgerald es un inapelable referente al momento en que nace el concepto del “sueño americano”, esa especie de fábula que reza que cualquiera en este país, si se lo propone, prospera o se reinventa. Justo lo que hace Gatsby.
El cineasta llevaba el libro en todo momento durante la filmación en un afán de fidelidad. Una fidelidad, sin embargo, inalcanzable. Nunca una película será una adaptación apropiada de la literatura (menos cuando se trata de un clásico), pero como es el caso, me parece, el trabajo a través de la cámara logra un peculiar retrato que conecta la opulencia con su propio trasfondo. El vértigo de la frivolidad, del éxito, de las poses en medio del desenfreno que el literato ensambla entre el auge y la caída de Gatsby, el cineasta lo expresa, digamos, con un efecto desproporcionado: su parafernalia cinematográfica, eso que sus críticos utilizan para destazarlo sin valorar que las imágenes deliberadamente coloridas del australiano enlazan con el alma que le aportan las magníficas actuaciones que van de su mano.
Luhrmann trae al espejo de la actualidad, con fasto, habilidad y lujo, la materia del sueño americano. La reinvención individual y el amor están bien reflejados en ese cuadro, el de una película que apela a la fascinación de esa época y ese lugar en una secuencia de extravagancias emocionales que en buena medida (sí) captan el espíritu creativo de Fitzgerald. Ya dije que Valentina y sus amigas salieron entusiasmadas de la función, y si hago alusión al hecho es por sus primeras palabras al entrar al auto cuando la recogí, que fueron: “Quiero leer el libro”.