El voraz desamparo

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Se dice mucho, tal vez todo, cuando nada se dice. Cuando sobreviene un largo silencio y la imagen cuenta. La imagen y su secuencia, muda también: que remite a ese primer y viejo respiro del cine. Esto de decir mucho al nada decir puede ser una paradoja, incluso una fruslería, pero tal vez sea la primera condición del cine de Aki Kaurismäki (Orimattila, Finlandia, 1957).

Cuando Walter Benjamin ensayó sobre la obra de Kafka, escribió: “El que se esfuerza por escuchar no ve.” Y la frase viene a cuento porque ésta podría ser la premisa al momento de disponerse a ver un filme de Kaurismäki: que apuesta por la concisión en los diálogos y la ausencia de largos discursos, porque los silencios en sus películas, numerosos y sobrios, ayudan a definir la historia y los personajes, a situar los espacios y a detonar el devenir de lo que se cuenta. En el silencio está su decir: monólogos impronunciables y ese cobrar conciencia de que se está solo en el mundo.

Fuera de Leningrad cowboys go America (1989) y Leningrad cowboys meet moses (1994), donde hay un delirio humorístico e incluso surrealista, que alcanza la frontera mexicana y nos remite al Buñuel de El discreto encanto de la burguesía, las películas de Kaurismäki son un elogio a la parquedad: “Kaurismäki dosifica sus recursos narrativos con cuentagotas —escribe Tony Partearroyo—, utiliza lo más imprescindible de lo imprescindible y, sin embargo, sus películas son extraordinariamente generosas, porque en el cine todo aquello que se escatima con inteligencia acaba multiplicando su eficacia.” Con tal ahorro de recursos estilísticos y narrativos ha creado lo que Vicente Molina Foix ha llamado “el país de Kaurismäki”: un mundo de escenarios austeros, de colores vibrantes, de historias de “desencantamiento y soledumbre”, costumbrista, neorromántico, frío, surrealista.

Hace treinta años Kaurismäki debutó como director con Crimen y castigo (1983), basada en la novela homónima de Fiodor Dostoeivski. En los siguientes diez años rodaría gran parte de la columna vertebral de su filmografía: Sombras en el paraíso (1986), Hamlet va de negocios (1987), Leningrad cowboys go America, La chica de la fábrica de cerillas (1990) y Contraté un asesino a sueldo (1990.) En la siguiente década Leningrad cowboys meet moses, Nubes pasajeras (1996) y Un hombre sin pasado (2002), con la que ganaría la Palma de Oro en el Festival de Cannes. Su penúltimo filme, Luces al atardecer (2006), fue nominado al Oscar como mejor película extranjera, pero Kaurismäki, de personalidad esquiva y cuyos actos a menudo no son los políticamente correctos, la retiró de la competencia.

Los personajes de Kaurismäki están concebidos en la parquedad, en la escasez de palabras porque, en congruencia, no les hacen falta. El protagonista de Un hombre sin pasado (como el de Contraté un asesino a sueldo), da una idea de este prototipo de seres desencantados: de personalidad gris, deslucido en sus movimientos y gestos, pero con la mirada brillante de quien sabe que lo único que tiene es el presente. “La vida va hacia delante, no hacia atrás; así sería peor”, le dicen en algún momento en que tratan de ayudarlo a recordar quién es: fue asaltado y golpeado en la cabeza y nada recuerda. Otro tanto aporta la mujer de la fábrica de cerillas, que vive entre su trabajo mecanicista y la lectura de novelas rosas, y que va de la mudez a cometer asesinatos, y la pareja de Luces al atardecer, que lucha contra ese hedor (pobreza y olvido, decadencia y dolor) que impregna la vida de Finlandia: se abren paso hacia un camino tal vez más despejado. Porque la ambigüedad es otro tono al que echa mano de forma recurrente Kaurismäki.

Si a Walter Benjamin la soledad le parecía “el único estado apropiado para el hombre” —natural en un tipo con temperamento melancólico, imbuido en el plástico flâneur baudelaireano—, ese aire solitario también está en la constitución y aspiraciones de los personajes de Kaurismäki, cuyas vidas se enmarcan en un voraz desamparo, pero que, como una corona de espinas, impuesta y sangrante, se empeñan en cargar sobre la cabeza y saber llevar hasta sus consecuencias últimas. A veces, ese desamparo forzoso y ese desencantamiento del mundo se ven trascendidos mediante el amor. Se trata, sin embargo, de un amor que está “…exento de cualquier atisbo romántico —escribe M. Vidal Estévez—. Es más bien una alianza con la que amainar la soledad, suavizar la intemperie social y acaso evitar la locura.”

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