Surrealismo de exilio

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Para ser surrealista había que dejarse llevar, revelar, bullir de lo más profundo del no consciente. Allá adentro, los sueños y deseos reprimidos hacían del hombre un ser ilógico e irracional, aunque —o precisamente por ello— naturalmente creativo. Pero entre formas y excentricidades, algunos como Salvador Dalí, lo ponderaron con un pan de centeno en la cabeza y un mostacho estrafalario; otros, como André Breton, defendiendo con uñas y dientes los principios del movimiento que había fundado. Y otros más, aquellos que involuntariamente se vieron envueltos en un mundo más onírico de lo que sus realidades podían soportar, con guerras sucesivas, exilios masivos y pérdidas irreparables (¿cuántos Federico García Lorca habrá arrebatado el falangismo español?) no tuvieron más remedio que dejarse influenciar por las voces más recónditas de su consciencia, para sobrellevar la expulsión de la que fueron sujetos.

En España, que se sentía tan lejos de Francia y de los elitistas círculos intelectuales, el Surrealismo como movimiento sucumbió ante el crudo realismo de los rifles y el hambre. Como hormigas atacadas por piedras, se disgregaron quienes antes solían escribir manifiestos y, muchos de ellos, se vieron en un país extraño del otro lado del océano, dando clases universitarias al lado de Diego Rivera, restaurando muebles antiguos y objetos precolombinos o —como la entonces pareja del escritor francés Benjamin Péret, Remedios Varo, quienes habían llegado a México en 1940—  haciendo la publicidad para la empresa farmacéutica Bayer.

Con el síndrome de guerra civil a cuestas —la perpetua depresión que la persiguió toda su vida— Remedios Varo pasó sus primeros trece años en nuestro país sin pintar. Con Leonora Carrington, su gran amiga de exilio, de pintura y escritura, compartía en la Ciudad de México el desencanto por un arte de altas búsquedas y la necesidad de visitar al psicoanalista.

En 1947, cuando Péret, añorante, pretendía volver a Francia, Remedios Varo, que no estaba dispuesta al retorno, decide separarse y embarcarse sola en una expedición científica a Venezuela para hacer ilustraciones entomológicas y trabajar en el Instituto de Malariología venezolano. Es comprensible que en ese momento no fuese ni remotamente considerada una promesa de la plástica mexicana. Pero sólo seis años más tarde, a su regreso a México, motivada por su segundo esposo, el político austriaco Walter Gruen, y por las recomendaciones de su psicoanalista, Remedios abandonó su trabajo comercial y se consagró a la pintura. La avidez con la que se apegó a su oficio, nos concedió diez años de abundante obra, hasta su muerte el 8 de octubre de 1963.

El exacerbado claroscuro de su pintura parecía surgido de un agujero negro en el tiempo que había traído de vuelta a una condiscípula del Bosco. Pero la introspección, con motivos definidos que después representarían su marca personal, no eran de otro tiempo. El silencio de sus personajes limitados por minúsculas bocas afeminadas que denuncian con amplios ojos lo que no pueden decir —claramente, los ojos de Remedios— (Visita inesperada, 1958), laberintos de piedra conectados con hilos en los que deambulan personajes curiosos y temerosos (Tres destinos, 1956), algunos sin piernas, atrapados por puertas, liberados por ventanas (Nacer de nuevo, 1960), música y álgebra (Armonía, 1956), ruedas y relojes (El relojero, 1955), un ir y venir entre la angustia consciente del paso del tiempo, la ciencia (Determinismo, 1959), y los sueños no conscientes de eternidad ahí dispuesta en los astros y el universo, la alquimia (Ciencia inútil, 1955): los motivos eran demasiado surrealistas para ser casuales, y sin embargo no hubo nadie antes que ella, ni en Francia ni en España, que supiera establecer de forma más irrevocable la íntima relación entre todos los elementos que transitan entre el temor y la curiosidad (Presencia inquietante, 1959), y el psicoanálisis (Mujer saliendo del psicoanalista, 1960) del que en primer lugar había derivado el Surrealismo.

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