Los huertos urbanos con historia

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Los huertos urbanos se han puesto de moda. Se trata de una tendencia mundial fomentada por los movimientos verdes basados en una “vuelta a lo natural”. Sin embargo, no es la primera vez que se practica la agricultura dentro de las ciudades. En diferentes momentos de la historia de la humanidad el tener un huerto cerca de casa, con árboles frutales o de sombra, alimentos frescos (verduras, vegetales, tubérculos, condimentos) así como plantas medicinales, de ornato y fragancias para repeler insectos, además de animales de patas pequeñas para no dañar los cultivos, ha sido una estrategia de adaptación de diferentes culturas.

Todavía en muchos lugares es común encontrar casas rodeadas de plantas, árboles y sembradíos de hortalizas. Los “huertos mayas” en Yucatán siguen siendo una estrategia familiar para producir una buena parte de lo que cotidianamente se consume.

El fenómeno no es exclusivo de zonas rurales, también en las ciudades se ha practicado la agricultura. De hecho muchas poblaciones crecieron a partir de pequeños núcleos que combinaban la casa con la huerta. Santiago de Chile fue un pueblo de huertas que se regaban con aguas del río Mapocho, que atraviesa la ciudad; lo mismo sucedió con un sector de la población de Lima en Perú, que cultivaba sus chacras aprovechando las aguas del río Rímac que bordeaba la naciente urbe. Sin embargo, muchos de éstos han desaparecido debido al crecimiento demográfico sobre las huertas y a la mayor demanda de agua para usos domésticos, urbanos, industriales.

En momentos específicos, por ejemplo en Estados Unidos durante las guerras mundiales, se fomentaron los “Huertos de la Victoria” cultivados por mujeres lo mismo en los parques públicos que en los patios traseros de las casas; en Inglaterra se aprovecharon también los lugares que habían sido bombardeados. Tiempo después, en Chile los huertos obreros fueron una conquista laboral mediante la que el Estado se comprometía a ofrecer viviendas con huerto a las familias de los trabajadores industriales, como una estrategia para mejorar la calidad de vida.

Más cerca de nosotros, Atotonilco el Alto, en la región Ciénega, es un vivo ejemplo de un pueblo huertero. Al menos desde los primeros años de vida colonial, Atotonilco ya era un poblado asentado en las riberas del río Taretan, donde sus pobladores además de sembrar maíz, frijol y calabaza, se dedicaban al cultivo de frutas y hortalizas así como de vistosas flores. Los relatos de viajeros y las crónicas locales han dejado testimonio de que ahí se daban más de una veintena de cítricos diversos, aguacates, guamúchiles, zapotes, melones y arrayanes, abundaban las guayabas y los mangos criollos. Después se introdujeron las naranjas que convertirían a la localidad en el primer productor estatal durante la época porfiriana, y más tarde la lima tendría su bonanza. En la actualidad se exporta limón persa a Estados Unidos y el café caturra o el arábigo son reconocidos por su sabor.

Una característica de este tipo de huertos es que al no estar pensados como una empresa sino como un modo de vida, lo que se cultiva tiene una increíble diversidad de usos y funciones: como alimento, bebida, con fines medicinales, rituales u ornamentales, como fragancia y repelente de plagas, y hasta como lindero divisor de las propiedades. Cada casa es un pintoresco espacio debido al acomodo de macetas, y a la peculiar forma en la que se han sembrado hortalizas, herbáceas y arbustos.

Otra característica es que en la mayoría de estos pueblos huerteros, había una importante cantidad de zanjas o canales que atravesaban a lo largo y ancho el pueblo, acercando el agua y los residuos orgánicos arrastrados por esos conductos a cada una de las casas, provocando un paisaje lleno de vitalidad. Para lograr que el riego funcionara, una mínima organización entre los huerteros era requerida. Estar de acuerdo en horarios, volúmenes de agua y cuotas, ha sido clave para la permanencia en el tiempo de este tipo de formas de adaptación.

Este patrimonio puede experimentarse por cualquier viajero que, acompañado de algún huertero, recorra cualquiera de las zanjas que entre huertas y calles de la mancha urbana atotonilquense conectan el parque de los manantiales de Taretan con el parque de Los Sabinos. Se trata de un histórico e ilustrativo caso de convivencia entre agricultura y ciudad.

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