Nos encontramos en un periodo caracterizado, entre muchas otras cosas, por los bajos niveles de ofertas de trabajo para perfiles profesionales, empleos inestables, contratos temporales y elevada desigualdad en las oportunidades para muchos jóvenes que esperan incorporarse a un trabajo bien remunerado. A estos obstáculos se suma otro no menos importante: la experiencia laboral.
Si bien para los empleadores es más factible la contratación de personas con grados escolares altos, optan por aquellos perfiles que cuentan con más experiencia previa, porque ello representa una garantía de mayores habilidades y una menor inversión de la empresa en la curva de aprendizaje, lo que limita las posibilidades de los recién egresados de la educación superior, quienes al no cumplir con este requisito, limitan sus alternativas de contar con un empleo.
El desempleo es uno de los problemas sociales que a pesar de haber mejorado, según las cifras oficiales, se percibe sin cambios desde hace ya mucho tiempo, y que muy por el contrario se agrava y forma parte de la angustiosa realidad que viven los jóvenes.
Si analizamos lo que ha ocurrido en este aspecto, los cambios han sido negativos. Desde hace mucho tiempo y hasta la década de los setenta en el siglo pasado, era claro que un joven con título universitario tenía la posibilidad de elegir un empleo entre varias opciones y en términos generales era bien remunerado, tanto, que permitía el inicio de una vida independiente, comprar un automóvil o adquirir una vivienda mediante crédito hipotecario. Esta situación cambió completamente en los años ochenta y noventa, cuando el porcentaje de egresados de las universidades fue mayor que la oferta de empleos y se ha ido agravando por los bajos salarios que reciben.
En los países de la OCDE los jóvenes hacen la transición de la educación al trabajo entre las edades de 20 y 24 años, pero lamentablemente el 13 por ciento de ellos abandonaron la escuela entre los 15 y los 19 años. La educación no sólo conduce a un mayor nivel de formación profesional, sino que también fomenta el desarrollo de las capacidades necesarias para favorecer, de alguna forma, una transición más o menos exitosa al mercado de trabajo. Por ejemplo los jóvenes que permanecen en el sistema escolar tienen mayores habilidades de alfabetización (literacidad) y aritmética (pensamiento lógico matemático), y la diferencia de habilidades entre los que están en la educación y los que no, equivalen a unos 2.5 años adicionales de educación.
En 2015, aproximadamente 5 millones de jóvenes de entre 15 y 19 años de edad no estaban ni empleados, ni en educación o capacitación en todos los países miembros de la OCDE, cifra que equivale al 6 por ciento de la población de esa edad, por lo tanto, este porcentaje de jóvenes se ve enfrentado a mayores retos al momento de buscar trabajo.
Cabe mencionar que la transición de la escuela al trabajo tiene además algunas implicaciones, por ejemplo se asocia con períodos de desempleo en los meses subsecuentes al egreso escolar, asimismo una vez que los jóvenes concluyeron sus estudios las habilidades adquiridas van deteriorándose con el tiempo si no se logra aplicarlas en el campo profesional de formación.
En México ya se ha apostado a estrategias de empleo que consisten en facilitar el crecimiento de emprendimientos o actividades productivas propias, asimismo se han realizado esfuerzos por parte de las universidades para alinear mejor los programas educativos con el mercado de trabajo y se han ofrecido programas de capacitación para aquellos jóvenes que ni trabajan ni estudian; se espera que estas propuestas continúen, pero no han sido suficientes. La mejora en la calidad de la primera experiencia juvenil en el mercado de trabajo debe ser prioritaria en las políticas de empleo, ya que en la medida que este tipo de políticas logren avanzar, en términos de retribución y estabilidad laboral, se verán efectos duraderos y, desde luego, cambios y mejoras en otros problemas sociales relacionados.