El teatro de los Contemporáneos

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Los locos años veinte marcaron la vida de las capitales del mundo. Para el pintor francés Fernad Leger, aquellos años permitieron la liberación del hombre que había permanecido en el sufrido cautiverio de la guerra. Una vez liberado, el tiempo de entreguerras le permitió alzar la frente y cantar su independencia con aullidos que expresaban su gozo vital.

En México se vivía el período postrevolucionario con un espíritu de refundación nacionalista. En el arte también se respiraban nuevos aires que llegaban con las vanguardias europeas y las tendencias norteamericanas. Los principales responsables de esto fueron los Contemporáneos, generación literaria que tomó su nombre de la publicación que marcó la historia literaria mexicana y que en este 2018 cumple noventa años de su creación. 

La importancia intelectual y literaria del grupo de Contemporáneos se extendió al teatro con el mismo vigor. De entre los ensayistas, narradores, filósofos y poetas que hicieron la revista, surgió a su vez un grupo pequeño de interesados en el teatro y sus posibilidades expresivas. Salvador Novo, José Gorostiza, Xavier Villaurrutia y Gilberto Owen participan en el Teatro de Ulises, un espacio para la traducción de dramaturgias de vanguardia y la experimentación escénica en la que participaron actrices como Clementina de Otero e Isabela Corona. Si bien este teatro nunca entró en competencia (en cuanto a número de asistentes) con el teatro de Virginia Fábregas, por ejemplo, abrió una ruta de pensamiento y práctica escénica hasta entonces desconocida en nuestro país.

Al igual que las revistas Contemporáneos y Ulises, este colectivo escénico duró apenas un año, sin embargo, esos meses fueron suficientes para marcar un hito. Resulta fascinante imaginar aquellas funciones que se llevaron a cabo en una antigua casona de la calle de Mesones en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Los creadores y Antonieta Rivas Mercado, su mecenas, apodaron aquel espacio “El Cacharro”, al que acudía un público selecto que no rebasaba las cincuenta personas.

Para Salvador Novo, “este grupo de Ulises fue en un principio un grupo de personas ociosas. Nadie duda, hoy día, de la súbita utilidad del ocio. Había un estudiante de filosofía, Samuel Ramos, a quien no le gustaba el maestro Caso. Un prosista y poeta, Gilberto Owen, cuyas producciones eran una cosa rarísima, y un joven crítico que todo lo encontraba mal y que se llama Xavier Villaurrutia. En largas tardes, sin nada mexicano que leer, hablaban de libros extranjeros.” Y así, de la revista dieron el salto al escenario y las cosas, como siempre, se complicaron, pero para la escena mexicana resultó favorable.

La búsqueda intelectual que se dio en y para el teatro extendió la mirada a dramaturgias extranjeras cuya traducción y montaje implicaron una renovación de las dinámicas creativas y literarias.

En 1951 Celestino Gorostiza publicó un artículo, que si bien está marcado por la mirada afectuosa con la que se observa la juventud perdida, retrata mucho de lo que fue el Teatro de Ulises: “Le faltaba a México su teatro de vanguardia. Y para hacerlo se necesitaba gente que estuviera al día de lo que pasaba en el mundo y que tuviera deseos de importar novedades a su país. Es decir, gente un poco snob, pero responsable y culta. Se necesitaba gente joven con el ímpetu y la osadía de todas las juventudes; pero con el afán de saber y de hacer […] El Teatro de Ulises provocó de manera perfecta las calculadas reacciones de indignación y escándalo; superó, en una palabra, con tantas creces el éxito previsto, que no le quedó más remedio que desaparecer… Pero la semilla estaba echada y tenía que empezar a germinar.”

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