Nalliely Hernández C.*
Indiscutiblemente, la búsqueda de la certeza, ante un mundo desconocido y lleno de inseguridad, ha sido un motor muy antiguo de la acción humana. Y no es de extrañar, puesto que dicha búsqueda tiene una raíz claramente existencial y básica: la de la supervivencia.
Si echamos un poco de vuelo a la imaginación, el ambiente de los primeros hombres sobre la Tierra debió ser por demás precario, hostil y peligroso; asegurar alimento, protegerse de las inclemencias del tiempo, evitar ser presa de depredadores, y un largo etcétera. Es fácil también imaginar en ese contexto la construcción de las primeras herramientas para enfrentar los obstáculos y el peligro de la vida en dichas condiciones.
Quizá, a través de la repetición de acciones muy básicas, se vislumbraron las primeras nociones del conocimiento como algo seguro y claro sobre el entorno.
De acuerdo con el filósofo John Dewey, dicha situación, vivida y concreta, es el origen de la preocupación del hombre civilizado por la certidumbre última de sus creencias. Una preocupación que encontramos de manera constante y de forma ya muy elaborada en el pensamiento occidental. Quizá como producto de ese desarrollo, la preocupación platónica por distinguir entre conocimiento y opinión permeó en la tradición filosófica y en la cultura en general. Tanto que la modernidad surge a partir del ejercicio generalizado del dudar; el cuestionamiento metodológico de Descartes acerca de todas las cosas, justamente con el fin de asegurar la certeza absoluta. En sus palabras: de no tomar nada falso por verdadero.
Así, a grandes rasgos, convertimos esa necesidad inmediata y existencial por la supervivencia en un gran proyecto filosófico que marcó el desarrollo cultural en los últimos siglos y probablemente se realizó de mejor manera en el impulso de la ciencia moderna.
Ya el mismo Descartes nos proporcionó algunas claves que guiaron dicho desarrollo: una mente que captura la certeza en términos de claridad y distinción (que a su vez obtiene su garantía por parte de Dios) y un método, en un sentido plenamente filosófico, que nos posibilita filtrar los elementos subjetivos del conocimiento.
De tal forma que el desarrollo de una ciencia moderna que cada vez adquirió mayor éxito predictivo y mayores posibilidades prácticas, se convirtió en la mejor candidata para la realización de un proyecto que ya más bien era metafísico: el de la certeza y control absoluto sobre la naturaleza (y ¿por qué no?, sobre la realidad en general).
Quizá también de esta forma llegamos a pensar que el conocimiento científico era el mejor depositario de ese deseo de certeza absoluta, y, por lo tanto, que la ciencia nos proporciona respuestas dicotómicas, precisas y definitivas para nuestras dudas. Hoy, en medio de la emergencia sanitaria, la sociedad parece reclamar este tipo de respuestas. Sin embargo, la historia de la ciencia nos cuenta una cosa muy distinta.
La historia de las teorías, modelos y revoluciones científicas nos da cuenta de una actividad humana que se encuentra mucho más cerca del escenario de los primeros hombres, el de construir herramientas más o menos eficientes para resolver problemas concretos, que al gran proyecto filosófico de la verdad absoluta.
Los científicos se parecen más a estos primeros hacedores de ruedas, fuego, picos y palas, de formas más o menos accidentales y luego más o menos repetitivas, que al Descartes de las Meditaciones Metafísicas. No con ello quiero demeritar los alcances de la ciencia, hemos construido herramientas poderosísimas, para bien y para mal. Pero el procedimiento tiene más que ver con el ensayo y el error de hipótesis y procedimientos, en ocasiones muy largos e inexactos, que con un procedimiento privilegiado o especial que nos asegure que nunca tomaremos algo falso por verdadero.
Por ello, lo que la ciencia nos puede proporcionar son simplemente guías conductuales provisionales y falibles, que siempre intentan estar lo mejor justificadas posibles en el contexto que se elaboran, pero siempre pueden aparecer nuevos datos, nuevas ideas o nuevos fenómenos que las pongan en duda o las hagan fracasar definitivamente en algún sentido.
En el contexto de la actual pandemia, ello se pone particularmente de manifiesto porque la rapidez de propagación de la enfermedad (debida en parte gracias a los propios desarrollos tecnológicos) y sus lamentables consecuencias motiva que la sociedad espere respuestas prontas y efectivas.
Espera que la ciencia nos dé respuestas definitivas de qué medidas son eficientes, qué variables son importantes para la transmisión de la enfermedad, a qué procedimiento y remedios debemos recurrir, de forma clara y unívoca. No obstante, la sofisticación del escenario epidemiológico no exige poco a las prácticas científicas: muchas variables por considerar, poco tiempo para medir consecuencias y un ambiente que no se puede controlar a voluntad, por mencionar solo algunos factores.
Por tanto, tales respuestas no son y tampoco sabemos si pronto serán claras y certeras. Pero es que esa es la naturaleza del conocimiento y la ciencia: una forma de adaptarnos y sobrevivir mejor a las contingencias del entorno, pero que no nos asegura nada y que siempre presenta matices y respuestas relativas: más grises que blancos o negros.
Si bien la ciencia no nos proporciona el tipo de certezas con las que Platón o Descartes soñaron, es el mejor instrumento que tenemos. Las respuestas mágicas, especulativas o religiosas, al ser más definitivas o absolutas, pueden darnos cierto consuelo metafísico o psicológico (como muchas fakenews), pero no serán más eficientes en términos de control y predicción.
Por ello, aunque la opinión pública esté plagada de lecciones morales sobre la pandemia que muy probablemente no ocurrirán, tal vez reaprender a vivir y aceptar la contingencia del mundo y la propia, así como de las herramientas que tenemos para afrontarla. es algo que sería saludable aceptar.
*Profesora de la Maestría en Bioética de la UdeG