El nido del mirlo

La gratitud forma parte de la historia de los poetas al igual que la gracia lo hace con la poesía. Desde Octavio Paz hasta Oliver Sacks, esos sentimientos se han expresados en diferentes obras y discursos a lo largo de la historia

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Se cumplen treinta largos y multitudinarios años desde que Octavio Paz recibió, en Estocolmo, el Premio Nobel de Literatura. En aquel tiempo, en aquel mundo, no existía internet ni se habían inventado aún los teléfonos inteligentes. Los periódicos tenían que leerse impresos y la única manera de ver la televisión en otro idioma era instalando aparatosas antenas parabólicas que muchos no teníamos ni planeábamos tener. Por todo ello, de la ceremonia del Premio Nobel nos enteramos viendo los noticieros de la televisión que hoy se califica de abierta (por más que no lo fuera entonces) o leyendo la prensa del día siguiente.

Del discurso de Paz, que luego se publicó bajo el título de “La búsqueda del presente”, primero en la revista Vuelta y en un librito de Círculo de Lectores, y después en un libro del poeta y ensayista llamado Convergencias, yo conservé durante algún tiempo la impresión de que trataba el tema de la gratitud extensamente. Pasados bastantes años, en el transcurso de los cuales Paz murió, la revista Vuelta desapareció, el siglo XX se volvió el siglo pasado, internet se masificó y todo lo que hoy parece normal apenas estaba comenzando a serlo, volví a leer aquel discurso y encontré que Paz daba las gracias en los primeros renglones y dedicaba un párrafo a glosar la palabra gracia, pero en seguida cambiaba de tema y se ocupaba de otros asuntos que, a no dudarlo, eran serios e interesantes, aunque distintos. Muy lejos estoy de reprocharle a Paz que hablara —de una manera formidable, además— de la modernidad, la revolución o cualquier materia que le apeteciera; dejo constancia, nada más, de la impresión que me causó en 1990 comprender que, al decir “gracias”, Paz estaba dirigiéndose al rey de Suecia y a los académicos de aquel país, pero también a su mundo, a su tiempo y, por qué no, a sus contemporáneos, yo mismo (lector suyo) incluido.

Se cumplen también cien años del nacimiento de Paul Celan y cincuenta de su muerte. Poeta oscuro de microscópicas y vertiginosas aglutinaciones de sentido, Celan fue ante todo un visionario, sólo que no parece haber visto el fondo íntegro del alma ni la extensión absoluta del futuro. Más que verlos, los entrevió apenas, rotos, en partes, mezclados con fragmentos de otras cosas, como astillas de un objeto precioso dispersas entre las ruinas de una época.

Cuando, en 1958, recibió un premio en Bremen, observó primero que nada que los verbos “pensar” (denken) y “agradecer” (danken) son, en alemán, “palabras de un mismo origen”. ¿En qué pensaba y a quién o por qué daba las gracias? En que “los poemas están de camino” y, al ir “hacia algo”, se dirigen —pasando a través de “lo que sucedió”, aun sin tener palabras para nombrarlo— “a un posible”. Una de las cartas más recordadas de Celan, la que dirigió al poeta y narrador Hans Bender, contiene palabras que conducen, una vez más, al punto del saludo y de la gratitud: “Sólo manos verdaderas escriben poemas verdaderos. En principio no veo ninguna diferencia entre un apretón de manos y un poema”.

En esas manos que se juntan me gusta ver, sintetizadas, innumerables manos. Por ejemplo, la mano de San Kevin el irlandés, a la que hizo referencia otro poeta, Seamus Heaney, al recibir, también, el Premio Nobel: “Se dice que San Kevin estaba una vez, arrodillado, estirando los brazos a la manera de una cruz, en Glendalough, monasterio próximo a donde viví en el condado de Wicklow, lugar que sigue siendo uno de los más arbolados y ricos en agua del país. Pues bien, cuando Kevin se arrodilló para orar, un mirlo creyó que la mano extendida era una rama y anidó en ella. Entonces, transido por la piedad y constreñido por la fe a entregarle su amor a la vida en la forma de todas las criaturas, grandes y pequeñas, Kevin se quedó inmóvil durante horas y días y noches y semanas, tendiendo la mano hasta que los polluelos salieron del cascarón y aprendieron a volar”.

Celan, Paz y Heaney me hacen pensar en Gratitud, el pequeño libro que agrupa cuatro ensayos que Oliver Sacks escribió al final de su vida. Reputado neurólogo y espléndido escritor, Sacks redactó esos textos ante la certeza inequívoca de una muerte cercana, en vista de un diagnóstico irrevocable. Movido, como el santo, por un amor enorme y sencillo por todas las cosas del universo, vivas o inertes, por el espacio y por el tiempo y por las fuerzas físicas, por la química y por la literatura, Sacks habló de sí mismo en ese libro, de su juventud y su vejez, de su familia y sus amigos, de la religión que prefirió abandonar y de la ciencia que no abandonó nunca.

Ninguno de los ensayos de Gratitud habla propiamente del sentimiento que le da título al volumen, pero el agradecimiento es el motivo subyacente de las pocas y hermosas páginas que lo componen. Basta con enumerar las distintas acepciones de la palabra gracia para elaborar, como demuestra Paz, un elogio de la gracia: “Gracia es perdón, indulto, favor, beneficio, nombre, inspiración, felicidad en el estilo de hablar o de pintar, ademán que revela las buenas maneras y, en fin, acto que expresa bondad de alma”. Las gracias, como los poemas, están de camino, en busca del que las merece.

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