Amalia Guerra: Arreola me dio un beso

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Hace años de esta conversación. Fue a mediados del año de 1991. Durante tres domingos platiqué con Amalia Guerra, cada vez corrigiendo la versión anterior. Al terminar la tercera plática, me preguntó: «¿Cuándo sale la entrevista?».

Lo que sigue es un fragmento de nuestras charlas.

¿En dónde publicó su primer trabajo?

En dos periódicos de Tampico: El Mundo y El Sol. En este último hacía entrevistas y en El mundo cositas poéticas.

¿Sintió que perdió tiempo?

Totalmente. Leía, escribía y rompía. Siempre con una gran inseguridad. Fue duro. En 1963 cambiaron a Gonzalo a la gerencia de Casa Madero de la Ciudad de México y entonces tuve la oportunidad de ingresar al taller de Juan José Arreola. Ahí fue donde sentí la seguridad de que podía hacer algo literariamente hablando. Me presenté con un texto en la mano y sin más preámbulos le pedí al maestro que si lo quería escuchar. Era un poema según yo. Él me dijo: “Mira, este poema tiene una influencia lopezvelardiana. Tráeme otras cosas”. Le llevé otros poemas y luego un cuento. Me dijo: “Tu camino es por la narrativa. La poesía no se te ha dado”.

En la revista Rehilete que dirigía un grupo de mujeres, entre ellas Beatriz Espejo —la esposa de Emmanuel Carballo—, publiqué el cuento “El zopilote güero”. El cuento lo leyó el maestro Arreola. Entonces me dijo: “Este texto, quitándole el abuso del lenguaje, es un cuento casi redondo”. Y me dio un beso. Salí de ahí sin saber ni quién era yo de la emoción. Todo un maestro Arreola al que yo había leído; que lo había visto en la tesis de maestría de Margarita Murillo; que me dijera que era un texto bueno; para qué te cuento.

¿Cómo fue la experiencia con Arreola?

En el taller de Arreola escribí varios cuentos, casi todos los de Las ataduras y algunos de El vuelo; en resumidas cuentas, El vuelo es Las ataduras, nomás con un añadido de ocho textos. Del sesenta y tres al sesenta y nueve viví en México, de esos años asistí tres al taller de Arreola, a muchas conferencias, a muchas lecturas… Me di completamente a ese mundo.

Después de los escándalos del 68 [en el DF] nos venimos a vivir a Guadalajara. Entonces, añorando los estudios de literatura me metí al taller del doctor Nandino a la Casa de la Cultura. Ahí estaba como maestro de cuento y novela, Rivas Sáinz; como maestro de poesía, Nandino; con ensayo, el licenciado Echavarría y en teatro un tiempo estuvo Rafael Kuri y después Nacho Arriola.

 Platique del cambio de un taller a otro.

El cambio de Arreola y Nandino fue enorme. Nandino fue muy generoso conmigo. El grupo de alumnos era precioso: Ahí conocí a Ricardo Castillo, Ricardo Yáñez, Javier Ramírez, Dante Medina, Carlos Prospero… Gloria Velázquez ya se había ido a vivir a México. Fue una cosa muy extraña para mí. Imagínate una mujer cercana a los sesenta años con esa bola de chavitos… El loco de Dante me pone en las dedicatorias: “Para mi compañera de mesabanco.”

Y el taller personal. La escritora frente a la hoja en blanco…

Cuando empiezo a escribir un cuanto ya casi lo tengo resuelto. Con frecuencia a medio camino, se me va. Luego, el personaje me va llevando por donde él quiere y yo lo voy siguiendo. Entonces los finales son inesperados. Esos son los misterios, los gnomos… Me ha servido mucho escribir para descubrir muchas cosas mías que estaban guardadas quién sabe dónde. Hay veces el personaje me lleva a situaciones que no estoy de acuerdo y empiezo a sufrir. A veces obedezco, otras, brinco la situación. Luego el personaje me dice: me estás traicionando. Muchas veces me preguntan si mis textos son autobiográficos. Yo les contesto: yo hago como el actor de teatro: si voy a hablar de una prostituta, me revisto de la prostituta, soy la prostituta. Si voy a hablar de una monja, me revisto de monja: soy la monja.

* Salvador Encarnación es profesor en la Preparatoria Regional de Zacoalco. UdeG (SEMS).

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