Teníamos, entonces, los atardeceres de nuestro lado. El día completo lo sabía, había un secreto en la luz del que no nos atrevíamos a descifrar, y aun así lo compartíamos.
Nos gustaban los días nublados y a veces los propiciábamos de manera artificiosa ocultándonos bajo los ventanales (o bajo las sábanas), y nos mirábamos a los ojos, cantando.
La piel no era un recurso del que pensáramos echar mano ya que ambos sabíamos leer a los poetas viejos. Aun así imaginábamos siempre un mar que nada tenía que ver con el que conocíamos. Navegábamos seguros tierra adentro, con un astrolabio que apuntaba siempre para adentro. Avanzábamos.
Los paisajes encontrados siempre eran distintos y aun así los reconocíamos como nuestros. Sabíamos encontrar las cosas y cada moneda del camino era descubierta por nuestras manos. Ese era un juego fácil pues la luz apartaba las tinieblas para mostrar el destino.
Al final nada de eso importaba. Buscábamos más bien el confort del silencio en alguno de nuestros parajes favoritos. Ahí comíamos las frutas de los árboles jóvenes. Yo sabía encontrar las más dulces y las compartía con gusto. La satisfacción más grande era la de tu sonrisa, escuchar cómo declamabas tres versos que acertaban siempre a mi necesidad de cariño.
ACERCA DEL AUTOR
GUILLERMO OCHOA-RODRIGUES
Nació en Ciudad Guzmán y vive en Colima. Poeta y ensayista. Ha publicado los libros: Cardinales, el sin nombre, Libro naranja, Rompecabezas diccionario, El abandono y la memoria, Libro de horas y Destino naranja.