A la memoria mi madre
Comencé a escribir por miedo. Al inicio del confinamiento, en marzo del año pasado, debido a la amenaza de los contagios por Covid-19, mi mujer tuvo la necesidad de viajar a Sonora —la tierra donde creció— para ver a su madre que había enfermado.
Entonces empecé a trabajar desde casa y me quedé solo. Al principio estuve tranquilo, pero conforme pasaron los días tuve un inesperado ataque de pánico. Y entró en mí el miedo, el temor.
Emprendí muy a mi modo una «auto-terapia». Y volví a recordar algo muy importante: la escritura muchas veces me había salvado… y decidí hacerle caso a las «musas» de la poesía a las que había desoído durante mucho tiempo. Fue entonces que decidí volver a la escritura de versos.
Sin hacer un plan de escritura comencé a sentarme todos los días a pergeñar textos sin ton ni son; pero con el tiempo esa tabla de salvación ante el miedo tomó forma y se convirtió en una necesidad cotidiana. Y se abrieron los abanicos líricos, pero algo más: comencé a observarme y a observar: a mirar por la ventana el pequeño bosque que está a un costado del departamento.
Mi mujer tardó en regresar, ya que los vuelos se habían suspendido. Y lo que hice fue abandonarme a la poesía, a la escritura, para calmarme, para darle a mi espíritu un poco de sosiego.
Con el paso de los meses —ya mi mujer había vuelto a casa— los temas de cada poema decidieron ellos mismos ser una y varias unidades. De tal modo que todo, finalmente, terminó en la reunión de cinco poemarios muy distintos y diversos. Cada uno un reto en el lenguaje y las formas; todos se conformaron en proyectos literarios que guardan sus exigencias y tal vez sus bondades…
Nunca, para decirlo con claridad, había escrito tantos «poemas» en un corto periodo de tiempo. Me recluí. Me encerré. Me cuidé. Escribí. Pero pese a todo de una manera inesperada me contagié de Covid-19. Si bien es cierto que la poesía me ayudó a soportar y tolerar el miedo, la enfermedad llegó.
Puedo decir ahora, después de haberme enfermado y encontrado el alivio, que hay una relación muy íntima en esos poemarios entre la vida y la muerte: son una metáfora entre enfermedad y creación. Y hacen una memoria de este tiempo aciago y mortal.
Me descubrí, pude ver mi entorno de manera visual y auditiva. Supe que tenía vecinos y seguí sus conversaciones y actitudes. Vi en el árbol los mil pájaros que vienen a comer de las flores y sus frutos. Vi. Sentí. Imaginé. Soñé. Soporté una enfermedad en ese estado de gracia que logra la escritura: el escribir poesía.
Yo no sé sobre la calidad de esos poemarios y su contenido; lo cierto es que me ayudaron a tener la fuerza y la templanza para poder saber de la muerte de mi madre y no asistir a su funeral para no contagiar a nadie. Ella murió el último día del año pasado. La pude escuchar durante todo el año desde el hospital donde pasó algunos meses recuperándose de un accidente que tuvo: la atropelló un conductor de un vehículo Telmex en la ciudad de Colima. Luego meses y meses quedó postrada en su casa. Hasta que, me dijo mi hermana menor, murió de manera tranquila en su cama, de muerte «natural».
Es una fortuna la escritura. Es una salvación. Es la vida y es la muerte. Y es un canto a lo divino y a sus criaturas y creación.
Una mañana apareció un colibrí en el bosque que puedo ver desde mi ventana. Lo observé. Y cuando partió fui a la computadora y escribí:
COLIBRÍ
Hay un colibrí
pequeño
—negro como un sol—
con su vuelo de insecto,
con sus alas
de invisible
y fugaz
aparición.
Vuela,
nada,
gravita
e incendia la tarde.
Se aferra
a las ramas del guamúchil,
su larga aguja
consume
el corazón
de la flor.
Trae la vida.
El milagro
de estar
en la vida,
respirando…
Cierta belleza en la simplicidad. Un aprecio intimo por la vida