La lectura se inicia por gusto, o mejor, por placer. No importa si el libro es gordo o flaco; alto o bajo; con ilustraciones o sin ellas. Lo importante es empezar a leer. Es molesto escuchar cuando alguien opina: «Deja ese libro, no es bueno». Y quizá tengan razón. Pero cuando se inicia la aventura lectora cualquier libro de la biblioteca es excelente. «Usted lea ─aconsejo─. Pelé y Neimar no empezaron jugando futbol en el Maracaná. Ni Cuauhtémoc Blanco o Miguel Ponce en el Azteca. Empezaron en el barrio, con los compas. Así es el leer, se inicia con lo que se tiene».
De mi experiencia lectora puedo citar, como inicio, a la revista Alarma! (más bajo no se puede) con sus titulares de miedo: «Violola, matola y comiola». Supongo que tenía un tiraje que bien podía envidiar la revista Vuelta de Octavio Paz. Luego mejoré leyendo La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson. Mi padre lo llevó a casa prestado por una profesora. Era una edición en pasta dura y verde. Y traía dibujos. Uno de ellos era el mapa del tesoro. Acudí otro día a la oficina del colegio y pedí prestado el Mundo que adornaba el escritorio de sor Consolata, la directora. Busqué el sitio del mapa. Se corrió la voz entre los amigos que yo tenía un libro con el mapa de un tesoro. Eso me hizo importante y al borde de la riqueza.
En la secundaria, el hermano Iván, prefecto de la escuela, nos leyó en voz alta el cuento «Macario» de Juan Rulfo. El grupo subió en emoción cuando leyó: «La leche de Felipa es dulce como las flores del obelisco». Esa oración era nuestro sueño. Otro profesor, que presumía de ateo, dijo: «Lean La Biblia. Ahí está el cuento de un señor que se lo traga una ballena y lo escupe tres días después en Nínive. Y la historia de Sansón. Y la de otro que camina sobre las aguas».
Puedo afirmar que fue La feria de Juan José Arreola el segundo libro en mi vida. Su primera edición es hermosa. Ahí está una relación perfecta entre el diseño gráfico y el contenido. Y sobre todo (lo supe después) se pone en práctica, hablando de la escritura, la recomendación de Baltasar Gracián: «Si es breve y bueno es dos veces bueno».
En la Prepa 2 de la UdeG se leían principalmente Demian de Herman Hesse, Los de abajo de Mariano Azuela y Tropa Vieja de Francisco L. Urquizo. De este último hasta los que tenían una ortografía infernal soltaron la carcajada cuando la madre de Espiridión Sifuentes (el narrador principal de la novela), le escribe una carta: «Cerido igo:/ Le pido a Dios yala birgen santicima…» (Querido hijo:/ Le pido a Dios y a la virgen santísima…). El maestro de Historia, Jesús Gómez Fregoso, pedía la última lectura porque hacía una relación entre la historia y la literatura, en este caso la Revolución Mexicana.
Allá por 1935, Azorín escribió en Lope en silueta unos renglones que utilizo para complementar este texto:
«No pensemos que leemos para enterarnos, para saber, para hacer crítica luego. Si leemos con estos propósitos, no nos apropiaremos de la sustancia de la obra».
De acuerdo. Se lee para ser feliz y punto. Si los demás piensan que «se pasa la vida leyendo» eso es problema de ellos. Porque tienen la idea de que toda lectura es estudio. Y lo es, más la diversión; o principalmente la diversión y después todo lo demás. En palabras de Juan Domingo Argüelles: «Leemos por placer y la consecuencia es que ampliamos nuestro conocimiento, moderamos ignorancias, obtenemos un poquito de saber…»
Yo no he leído Harry Potter. Ya no tengo ojos para hacerlo, por la edad. Pero cuando veo a un joven leyéndolo, pienso: «Si puede con esa cantidad de letras y de hojas, más adelante le espera Madame Bovary de Flaubert, Ana Karenina de Tolstoi, Terra Nostra de Fuentes, Rayuela de Cortázar… Y todas las novelas llamadas ballenas». ¿Por qué? Julieta Fierro da la respuesta perfecta:
«Entre más se lee, más necesidad hay de leer».
En referencia a ojos y agrego el tiempo. La literatura tiene brevedades magníficas. Los textos de Julio Torri, Juan José Arreola, Eduardo Galeano o Tito Monterroso. Muy recomendables las novelas: Pedro Páramo de Juan Rulfo, Aura de Carlos Fuentes o La invención de Morel de Bioy Casares.
Stevenson o Tusitala (el contador de historias) como lo llamaron los samoanos, dejó a los lectores el mapa del tesoro. Ahora me doy cuenta que en cada lectura es ir a buscarlo, es iniciar la ventura que enriquece desde su inicio. Eso hace sentir al lector importante, dueño de un tesoro.