Azucenas pisoteadas

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En diciembre de 2009 Charlotte Higgins publicó en The Guardian una guía para ver teatro en idiomas extranjeros. “Limítate a los clásicos, o a obras de las que puedas hallar el texto”, es el primer consejo. “Asegúrate de leerla casi inmediatamente antes de verla”, continúa. Una vez impregnado en la mente el argumento y eso impalpable que late tras las palabras, lo único que queda es lanzarse con valentía a la butaca y abrir los ojos al escenario.
Si los diálogos flotan fuera de nuestra comprensión explícita, los sentidos se enfocan a otros aspectos del drama: el tono y volumen de las voces, el lenguaje corporal y los desplazamientos en el espacio escénico, por no mencionar el diseño sonoro, los decorados y el vestuario. Sin embargo, esto también puede ocurrir con los clásicos en lengua propia. Sobre todo si el espectador ha tenido más contacto con el texto que con sus montajes.
La casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca es uno de esas obras más leídas que vistas. Con el subtítulo “Drama de mujeres en los pueblos de España”, trata de las imbricadas y podridas relaciones entre cinco hermanas solteronas y asfixiadas por la mano dura de su madre cuando aparece un gallo en el corral: Pepe el romano, quien pretende a la mayor (Angustias) por su dote, pero seduce a la menor (Adela) por sus encantos.
Las de en medio (Magadalena, Amelia, Martirio) se retuercen de envidia y bordan un sutil encaje de odios y chismes que la criada (Poncia) capta e interpreta como un catalizador. Siguiendo la tradición de Shakespeare, el más humilde (y humillado) de los personajes es el único que sabe la verdad. La cruda relación entre clases sociales en pleno franquismo es quizás una de las punzadas más directas de este “documental fotográfico”, como también lo declaró el autor. Más aún, María Josefa, la abuela senil vaga como un fantasma lastimero perdido en el juego de las niñas que mecen lo que sea como a un bebé.
Pero Pepe el romano no sale nunca en escena, aunque su presencia es absoluta como la de Bernarda, la tirana que ha impuesto ocho años de luto por la muerte de su segundo marido y que por poco lleva bigote corto y levita como el generalísimo.
Los martes de mayo a las 20:30 horas el Teatro Experimental alberga una nueva adaptación de este clásico de la Generación del 27, bajo la dirección de Carlos Esqueda. La noche del estreno, el calor seco de estos días podía haber encontrado espejo bajo los reflectores a pesar de la intensa ventisca del aire acondicionado en el balcón. Pero el ominoso verano del llano no pesó sobre los cuerpos de unas actrices demasiado homogéneas, como tampoco mostraron el opresivo recato obligado por los modos del régimen que se supone sufrían; ni el vestuarista supo modernizar el luto impuesto: los vestidos son sin duda hermosos y acordes a la intención modernizadora que anuncia el programa de mano, pero en nada ayudan a construir el ambiente constreñido y lapidario que denunciaba Lorca, y el cual habría de fusilarlo el mismo año en que escribió esta obra, 1936.
Excepción hecha con Azucena Evans en el papel de La Poncia, las mujeres en escena no causaron entre los espectadores lo que debían: nadie tembló ante Bernarda, nadie sintió pena por las vanas ilusiones de Magdalena, nadie se inflamó con la rebeldía de Adela, ninguna tensión nos impactó cuando grita voz en cuello “¡Esto hago yo con la vara de la dominadora!” al descubrir sin arrepentimiento su voluptuosa traición, mientras alza el cayado de la madre para luego quebrarlo y verlo, atónita, ser reemplazado por una escopeta.
Nadie lamentó su desesperado ahorcamiento tras creer que Bernarda había sido certera al disparar a Pepe. Ni la más mínima congoja ni la más mínima sorpresa inmutó las butacas cuando en una esquina aparecieron los pies colgantes de su cadáver y todos los personajes se convirtieron en burdas plañideras. Sólo una risa irónica fue y vino sobre el último diálogo antes del telón: “¡Nos hundiremos todas en un mar de luto! Ella, la hija menor de Bernarda Alba ha muerto virgen. ¿Me habéis oído? Silencio, silencio he dicho. ¡Silencio!”.

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