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Supongo que a muchos les habrá sucedido alguna vez más o menos lo mismo, imagino algo semejantemente parecido. Porque durante la infancia de cada quien, esa época en que la imaginación no solo está intacta, sino se encuentra libre de culpas, manipuleos y contaminaciones de la realidad, más de uno soñó ser un héroe. Quizá en la forma de un valiente aventurero capaz de cruzar montañas, desiertos y mares, más allá de que esa montaña fuera la lomita del parque de nuestra colonia, el desierto una cancha futbolera de piedras-polvo y aquel mar una fuente con agua estancada, y en el mejor de los casos, un lago como el del parque de Chapultepec. Sí, nada como imaginar sin límites (ni fronteras). En mi caso, recuerdo haber emprendido múltiples expediciones. Por ejemplo, alguna vez me preparé para cruzar, junto a un par de amigos tan osados como yo, todo el parque de Chapultepec, desde su tercera sección (bosque y cementerio), pasando por la segunda (lagos, trenes y campos), hasta llegar a la primera (más lagos, más bosque, una selva con todo y animales –zoológico– y una montaña en cuya cumbre hay un castillo). Me sentí, con mi mochila llena de víveres (queso, pan, refresco y chocolates), mi traje de camuflaje, la infaltable linterna, aunque fuese siempre de día, mi rifle de aire comprimido para matar leones disfrazados de ratas y otros gadgets tan inservibles como indispensables, un aventurero. Sí, crucé bosques, desiertos y mares. Aunque debo confesar que subir la montaña del castillo me fue siempre imposible. Normalmente llegábamos casi anocheciendo. Y el hambre, pero sobre todo el miedo al regaño que recibiríamos por haber desaparecido, nos bajaban en un santiamén las ínfulas heroicas y aventureras. Eso sí, nunca (chale, cómo me arrepiento), se me ocurrió ser un antihéroe, que con la edad he aprendido que en muchas ocasiones y en el mejor de los casos son más simpáticos, interesantes y originales que los héroes per se. Pero a Mickybo y Jonjo, dos norirlandeses de alrededor de ocho años, viviendo en el peligroso 1970 de la dividida ciudad de Belfast, Irlanda, sí se les ocurrió. Y de qué imaginaria manera.
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Mickybo and me (Héroes eternos, 2005), dirigida y escrita para la pantalla grande por el irlandés Terry Loane (basada en la obra de teatro de Owen McCafferty), es una película francamente divertida, conmovedora, estupenda. Ignoro si los cines de nuestra insigne cartelera nacional han proyectado una de las mejores cintas irlandesas (olvidémonos si son del norte o del sur) de los últimos tiempos. Empecemos con que Belfast es una ciudad donde el odio se respira en cada esquina, donde las absurdas pero reales diferencias religiosas son pan de cada día, donde los mayores se matan entre sí mientras los niños siguen jugando e imaginando. Bueno, no todos los niños, pues ya hay algunos que saben de ese odio y esa diferencia, aunado a la crueldad típica de algunos ladillas. Pero sí Mickybo, hijo de una pobre pero feliz familia católica; y también Jonjo (narrador en off de la historia), primogénito de un matrimonio protestante acomodado, aunque para nada felices. La ciudad está dividida por un puente, el mismo que un día el valiente, osado e imaginario Mickybo cruza mientras se escapa de dos niños “matones” que le han robado su bicicleta, y ahora sufren porque el chaparrito les ha birlado la pelota. Mientras tanto Jonjo aún ignora que el azar hará que uno del “otro” lado se cruce en su camino, salvándole al visitante momentáneamente la vida. Esto, la necesidad de tener un socio o un cómplice o compañero de pandilla o un simple amigo, pero sobre todo la imagen de Paul Newman y Robert Redford enfundados en la piel de Butch Cassidy y Sundance Kid, los unirá más allá de la imaginación. Un imaginar individual que entre dos será un imaginar colectivo que los llevará a cruzar bosques, campos, montañas y casi, ya merito, mares. Pero antes, e ignorando (aún) absolutamente la cruel guerra que viven sus familias de la misma raza pero distinta religión, deberán hacer un pacto de sangre auténtico, que además de con plasma quedará sellado el día que asistan a ver la mejor película de ese 1970, ganadora de múltiples premios y muchos Óscares (digo, que no es lo mismo), la genial e inolvidable Butch Cassidy and The Sundance Kid. Disueltos en: ahora protagonizados por un par de chamacos con harto arrojo, inmensa osadía y tremenda imaginación. ¡Arriba las manos!
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Una película de niños para grandes, medianos y chicos. Un filme que asombra, sorprende y provoca. Una cinta que seduce por lo bien escrita, actuada y dirigida. Un celuloide que te permite ser durante casi dos horas (y mientras lo permita la imaginación de cada quien) ese chavo a quien la realidad le tiene sin cuidado; y por supuesto, la chance de volver a ver cabalgar a dos no solo cinematográficos, sino históricos criminales buena onda, de quienes no solo se ha filmado, sino escrito innumerables cuentos de ficción y crónicas biográficas. Porque además de que Mickybo y Jonjo lograrán hacer realidad su sueño en toda la extensión de su imaginación, Cassidy y Kid volverán a estar en la pantalla grande, aunque sea por medio de memorables fragmentos. Y ahora quiero imaginar hasta dónde hubieran llegado y hecho (más allá de donde llegaron e hicieron) este par de pistoleros a escala, de saber que Butch y Sundance salen bien librados de ese sitio al que los somete el ejército boliviano, incluso llegando hasta la Patagonia, donde se establecen, viven y mueren felizmente en su idílica (aunque supongo que aburrida, digo, si recordamos todo lo que vivieron, todos los bancos que robaron, todas las persecuciones de las que escaparon) vejez. Pero, joder con el “pero”, pero no queda de otra, la imaginación infantil tiene un límite. Y el límite es el inevitable encontronazo con la realidad. Pero lo bailado (imaginado tan cuan vivido) nadie se los quitará. Ni siquiera la bofetada del dolor real y la separación del sueño. Porque Mickybo (estupendamente interpretado por el talentoso mocoso John Joe McNeill) y Jonjo (igualmente protagonizado por el talentoso escuincle Niall Wright) habrán tenido su recompensa: vivir una aventura tan imaginaria como real, ser durante esos pocos días los mejores amigos que pocos cuates han tenido en su corta, antiheroica vida.
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Para qué contarles más sobre Mickybo and me. Mucho menos sobre el final, sus varios finales. Ojalá tengan la suerte de verla. La única posibilidad que tienen es que algún día se estrene en nuestros cines, renten o compren el DVD. Vale la pena, y mucho. Además, y tomando en cuenta el contexto histórico de la cinta, de que han pasado casi 35 años del tiempo en que se sitúa la historia, de que durante más de 30 décadas se derramó mucha, pero mucha sangre por culpa de ese conflicto, de que hace pocos meses el IRA, grupo armado que con o sin razón (todo depende desde dónde se lo mire o la opinión propia que se tenga) luchó sangrientamente por sus ideas –libertad y justicia– todo este tiempo, decidió dejar las armas y canalizar su lucha mediante la política, la lección de amistad, tolerancia, valor e imaginación que los protagonistas nos dan son suficiente motivo para descubrirla y ponernos a reflexionar un poco, poquito nomás. Además de gozar una excelente historia. Total, para cambiar el mundo y sus tonteras se necesita tan solo ganas de hacerlo, voluntad, pero sobre todo, una sobredosis de imaginación infantil. Incluso de los niños adultos.