Chivito al pan

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La segunda mañana de mi llegada a Colonia del Sacramento —por barco desde el puerto de Buenos Aires—, tras subir al faro y deambular por el muelle frente al Mar del Plata, empujado por el hambre entré a un restaurante, cuya fachada preludiaba un sitio acogedor y de cocina exquisita. El lugar, con mesas repartidas sobre la acera, lucía solo. Ni un comensal se veía por ahí. La razón era la hora: los uruguayos almuerzan hacia las doce del mediodía, y apenas eran las diez treinta de la mañana.

Contrario a lo que me había sucedido hasta entonces en Buenos Aires, donde cada vez que iba a comer preguntaba qué contenía y cómo estaba hecho el platillo —no fuera a llevarme alguna decepción por mis apretados gustos gastronómicos—, en Colonia me salí de la línea que había trazado y, aunque no la perdí de vista, la seguí en una trayectoria paralela: ordené sin averiguar antes nada sobre la comida en cuestión. Chivito al pan, pedí. Y un café. Confieso que lo hice atraído por el nombre: había una seña que de algún secreto modo me acercaba a la gastronomía mexicana. Tan dado que es uno a esos deslices patrioteros. 

Esa misma tarde, en la plazoleta Manuel Lobo del casco histórico —los portugueses cayeron en Colonia por sus afanes colonizadores—, conocí a Lucien, una mujer sueca quien, como yo, andaba sola por aquellas calles arboladas, con farolas, balcones enrejados, puertas antiguas, llamadores de hierro. Hasta ese día —y después de poco más de tres semanas de vacaciones— me había regocijado con aquella frase en boca de Andrés Calamaro: “Este viaje es mejor hacerlo solo”. Tras pasear esa tarde con Lucien y tomar unas Stella Artois en un bar por la noche, ya no puse más en mi reproductor esa canción.

Nuestra conversación tuvo muchos tropiezos debido a su incipiente y mal español y a mi pésimo inglés. Estaba en Uruguay porque cursaba una maestría en Montevideo y yo por un viaje que había querido hacer solo. Tenía 27 años y su pelo largo le caía con descuido en sus hombros desnudos: esa tarde llevaba un vestido ligero de tirantes naranja con motivos blancos y unos tenis. Sonreía todo el tiempo. Quedamos en encontrarnos en una semana en Montevideo. Ya en esa ciudad no pude dar con ella: me pasé dos tardes enteras sentado en una banca del parque que está, si no recuerdo mal, sobre la avenida 18 de Julio, un par de cuadras abajo del Obelisco, justo frente a la sala Zitarrosa. No apareció.

Un tipo desapegado del mundo
En la ciudad de Colonia Mario Levrero escribió su diario-novela El discurso vacío, que trata sobre la vida de un escritor que inicia un cuaderno de ejercicios diarios para mejorar su caligrafía porque está convencido de que en la medida en que su letra mejore, mejorará su espíritu, su carácter; de algún modo se operará, en suma, un cambio en su vida. Ahora, a la distancia geográfica y temporal, me parece haber visto a Levrero en una calle de Colonia: estaba con Lucien, en una banca, descansando de una caminata, fumando y bebiendo agua mineral, cuando lo vi pasar.

Levrero escribió en ese diario que en esa ciudad, como en Buenos Aires, nunca dejó de sentirse un exiliado. Y su actitud, ese día en que me pareció verlo, era esa precisamente: la de un tipo desapegado del mundo. Aunque esto es, cuando menos, un embuste gigantesco, porque por los días en que yo estuve en ese sitio —lo vendría a saber tras haber regresado a Guadalajara— Levrero ya tenía siete años de haber muerto.

Me gusta la definición que da del viajero José Saramago en su libro Viaje a Portugal: escribe que al viajar se puede carecer de todo, menos de espíritu para el regreso, porque al final hay una señal de vuelta. Esto se embona con aquello que leí alguna vez respecto a que la vida es sobre todo un viaje: no una meta, sino un viaje, de ida y vuelta, de vuelta e ida. Algo apegado a ese espíritu había descubierto yo en aquel par de versos de la canción de Calamaro.

Esa mañana en ese restaurante de Colonia tras la catástrofe culinaria solo entonces tuve espíritu para el regreso: el chivito al pan no era más que ¡una hamburguesa! Ni siquiera cuando la mesera se presentó poco antes con el café y me preguntó si el chivito lo quería acompañado de papas fritas y ketchup se me ocurrió de qué podría tratarse. El sabor que dejó en mí aquel chivito al pan fue, como anota Levrero en El discurso vacío, esa sensación que se tiene de que uno ya no es protagonista de sus propias acciones, sino únicamente de las consecuencias de acciones anteriores; es decir, me supo a todas esas hamburguesas que había comido hasta antes de esa mañana en Colonia: ni mejor, ni peor, solamente igual.

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