De las manos de Flores

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La persona de Ernesto Flores (un nayarita que se volvió jalisciense) fue rica y diversa. Maestro de generaciones en el aula, lo fue también de escritores, a quienes atendía en su casa, donde cada vez que alguien llegaba se abría la charla, y ésta de inmediato se convertía en tertulia literaria. Los asiduos a la casa del también poeta y pianista salían siempre optimistas, dispuestos a enfrentar cada uno —y de otro modo, ya enriquecidos— los retos ante su propia obra literaria…

De algún modo Ernesto Flores fue un puente, un enorme puente entre las obras clásicas y las modernas: que traía en charla franca y amena a los oídos de los contertulios. Ese puente, iba y venía de un espacio a otro: de la calle a su casa, de la boca al oído. Experto en la obra de los poetas Alfredo R. Placencia y Francisco González León, al primero le siguió la pista por al menos treinta años.

Entrevistó a la gente que lo había conocido en Temacapulín, buscó a su hijo en Tonalá (“En 1920 Placencia dejó Tonalá precipitadamente, sin saberse con seguridad el motivo. Allí había procreado un hijo con Josefina Cortés, llamado Jaime.”), fue a Estados Unidos a investigar, a Centroamérica, pero sobre todo a Jalostotitlán, donde había nacido Placencia. Primero Ernesto Flores publicó sobre el poeta de Jalos una serie de textos en El Occidental, luego algunos poemas de Placencia en revistas, para enseguida hacer una breve antología en Material de Lectura, los cuadernos de la UNAM (de este cuaderno procede la cita arriba expuesta). El año pasado por fin cerró el círculo y publicó en el FCE la poesía completa de Placencia con un ensayo introductorio muy bien logrado y exquisito.

Sobre Francisco González León alguna vez me confesó en su casa: “Cuando conocí la obra de este poeta de Lagos de Moreno no me gustó; lo desdeñé y —lo peor— no quise ir a conocerlo cuando todavía aún vivía, algo de lo que ahora me arrepiento: perdí la oportunidad de conocerlo; pasados unos años, ya muerto él (en 1945), comencé a enamorarme de su obra y a entenderla…”.

 

Quizás por ello Ernesto Flores buscó por todos los rincones sus poemas inéditos, que luego entregaría a pausas en revistas y periódicos a lo largo de tres décadas. Fue también en Material de Lectura de la UNAM donde Flores diría acerca del poeta: “El mundo de Francisco González León, simpatizador del tema provinciano, está rodeado por el silencio. Ante ese ambiente calmo, en que se repiten los procedimientos con el propósito de lograr impresiones de monotonía y siesta, el creador se transfigura. González León se embriaga de pronto con la anestesia de las cosas y su misticismo y su hipersensibilidad simbolista…”. Poco tiempo después el FCE recibiría de las manos de Ernesto Flores la obra completa de Francisco González León para publicarla.

Ernesto Flores, además de maestro, fue un investigador literario, un gran, un eficaz editor de libros y revistas (Cóatl, Esfera y La muerte); a Elena Garro le editó su primer libro y a Luis Villoro (fallecido un día después que él, el 5 de marzo) un excelente ensayo sobre el silencio. Amigo personal de Juan José Arreola, Rulfo y compañero de generación de Emmanuel Carballo, fue también un poeta que legó obras perdurables.

Sus poemas fueron de lo sencillo hacia lo filosófico:

¿Qué circular, lentísimo, nuboso remolino
de ceniza, nos lleva en su avidez?
Me asomo en mí y te veo:
mis ojos van
como formas de harina caídas del molino
que cruzan por el sueño,
almas de polvo por la rendija en sol herida:
hijas de aroma
que caen del árbol levísimo de mi deseo.

En lo personal conocí a Ernesto Flores hace 26 años gracias a la invitación del poeta y narrador Salvador Encarnación.

Visité su casa innumerables veces, luego dejé de ir. Nos encontramos con frecuencia en los recintos culturales y en las calles cercanas a su casa. No sin nostalgia esta tarde al salir del trabajo caminé la callecita de Escorza hasta llegar a La Paz. Pasé por su puerta y, luego, me detuve un instante. Me despedí y di las gracias a Flores por su amistad y enseñanzas. Después caminé hacia el templo El Expiatorio donde, a las 5 de la tarde del martes 4 de marzo, entró por la vez última para despedirse del barrio y de la ciudad que lo acogió como el más empedernido tapatío.

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