A veces nos encontramos con un libro que nos remite a otro que hemos leído anteriormente, como un estribillo tatareado por alguien que pasa por la calle y que nos recuerda una canción que escuchamos en el pasado, o la escena de una película que tenemos la impresión de haber visto. Libros cuyo sutil parecido nos despierta una sensación de familiaridad, lo mismo que un rostro entrevisto entre la multitud, cuyos rasgos se nos hacen conocidos.
Al leer Esperando a los bárbaros, del Premio Nobel sudafricano John Maxwell Coetzee, que vio la luz en 1980, es inevitable rehacerse con la memoria y con los sentidos a una obra que marcó la literatura italiana en la mitad del siglo XX: El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati, publicado en 1940 y que el periódico francés Le Monde incluye entre los cien mejores libros del siglo pasado.
Ambos abordan temáticas liminales, son libros de frontera, que hablan del miedo a lo que se encuentra del otro lado, al enemigo, de la ambivalente fascinación que nos despierta lo desconocido, la temible otredad. Pero no es sólo y principalmente el sujeto que une a estos dos libros, y tampoco el hecho de que supuestamente Coetzee se haya inspirado en la obra de su homólogo italiano, sino más bien que los dos logran, página tras página, reconstruir la misma atmósfera kafkiana de desolación, de insensatez del hombre frente al impertérrito escurrir del tiempo, la conciencia de la inevitabilidad de su fin, de la llegada de la muerte a la que –uno se entera demasiado tarde– se ha consagrado la propia vida.
Las existencias de los personajes principales de las dos historias, el oficial del ejército –Giovanni Drogo– y un funcionario del imperio británico, se desarrollan en una imaginaria frontera con el desierto, que simboliza la vacuidad, el nada exterior que llega a transponerse en ausencia interiorizada.
Drogo, recién salido de la academia militar, lleno de esperanzas y ambiciones, es asignado a una fortaleza ubicada en lo alto de una cadena montañosa, que separa y defiende la patria de unas landas desoladas, habitadas hipotéticamente por poblaciones hostiles y enemigas, identificadas por Buzzati con el nombre genérico de tártaros.
El anónimo funcionario de Coetzee, es el magistrado de un pequeño pueblo, reducto del imperio británico en la frontera con un territorio poblado por tribus bárbaras, que en palabras suyas quería vivir “una existencia tranquila en una época tranquila”.
Desde perspectivas diferentes, el uno con ardor y el otro con escepticismo, tienen que enfrentarse con la imaginaria venida del temible enemigo, que llega a constituir la verdadera esencia de sus vidas, una obsesión que los llevará a una íntima catástrofe.
Solitarios en su fortín, denigrados por los demás, no les queda más que reconocer el fracaso de los propios ideales, constatando amargamente la incomprensión y las crueldades humanas. Si Coetzee pone el acento sobre el racismo, la brutalidad, la arrogante ignorancia del poder, Buzzati habla de la impotencia del hombre frente a la huida del tiempo.
Acerca de su obra, el escritor italiano ha declarado que nació “de la monótona rutina del trabajo de redacción nocturna que hacía entonces. Muy seguido tenía la idea de que ese trabajo debiera seguir adelante sin fin y que me habría consumido así inútilmente la vida. Es un sentimiento común, yo pienso, a la mayoría de los hombres, sobre todo si encasillados en la existencia de horarios en la ciudad. La trasposición de esta idea a un mundo militar fantástico ha sido para mí casi instintiva”.
El teniente Drogo, moribundo en una cama ajena, logra, superando la aciaga certidumbre de haber desperdiciado su vida, encontrar la redención personal, como suprema confesión, justamente en la muerte. El magistrado, por su parte, resignado a esperar sencillamente el fin cercano, se queda con una desoladora impresión sobre su existencia: “Como otras muchas cosas ahora, la dejo con una sensación de estupidez, como alguien que se extravió hace mucho tiempo pero persevera por un camino que quizá no conduzca a ninguna parte”.
Las mismas historias no conducen a ninguna parte. No son libros de aventura, de viajes fantásticos a los confines del mundo. Son historias donde sucede poco, pero que logran ir más lejos, a meterse hondo en la conciencia de las personas que las leen, a infiltrarse en el andamiaje moral humano. Son libros que no pueden dejar indiferentes, que hacen reflexionar, conmover, entristecer, asustar.
Sí, asustar. Porque no hay mayor miedo en el hombre que constatar que se le vaya la vida, de enterarse cómo día a día esta se le escapa de las manos, sin poder retenerla, como un puñado de arena. Coetzee y Buzzati, con lucidez, pero al mismo tiempo con una escritura sencilla, nos hacen caer en cuenta que el tiempo pasa, inexorable, y que la existencia, insensata a veces, día con día se fuga con él.