El ardiente juego de Stallone

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Abandoné mis visitas hace más de diez años. En ese largo tiempo me llegaron noticias: una tarde, sobre las oscuras sombras consuetudinarias, se derrumbó parte del segundo piso, provocando alaridos y susto; hace unos días me informaron que el legendario cine está en venta. A mi llegada a la ciudad —hace veinticinco años—, durante toda una semana en la Sala Greta Garbo se exhibieron filmes de corte erótico y, acto seguido, el recinto se convirtió en un cine porno, donde tarde a noche las esquivas sombras se adentraron con falsa vergí¼enza y real lujuria anticipada.
El Greta Garbo fue, durante algunos años, una de las pocas salas cinematográficas que se acomodó en el gusto de la comunidad cultural tapatía, porque se podía ver cine de arte. La debacle —que hoy parece definitiva— llevó a sus dueños a convertirla en un espacio donde la oscuridad era iluminada de manera opaca: allí el sexo era una forma de ritual, un atrevimiento para aquellos hombres faltos de una mujer (real), y una falla en su claro sentido de contacto con las damas. El Greta, entonces, fue el refugio prohibido; el alimento de una libido decaída o nula… seguramente muchos encontraron entre la sillería hedionda una forma de contemplar no el erotismo, sino el sexo “concreto” de la pantalla.
Los solos, los libidinosos, los enfermos de ver…; una y otra tarde (o noche) formé parte de ellos. íbamos —todos— a complacernos con las fantasías de celuloide. Asistía yo por esa razón y una más: a recoger historias del submundo: podría escribir un anecdotario narrativo sobre lo allí visto. Ahora contaré solamente dos historias.
Una tarde vi el oscuro florecimiento de Sylvester Stallone. No era el largometraje The party at Kitty and Stud’s (el debut cinematográfico del italiano, por la que ganó —según sus palabras— doscientos dólares y que realizó porque el “Italian Stallion” de veinticuatro años, únicamente tenía veinte dólares en el bolsillo), si no otra, que no supe su nombre. Stallone era juez en un partido de tenis, donde dos mujeres se disputaban el triunfo. Duró unos minutos el juego de raquetas, bajo los atentos ojos del Juez Stallone. El triunfo se describió: la perdedora salió de escena. En la alta silla la ganadora ofreció al Juez su profunda garganta. Y ella recibió el Gran Premio…
Brillo en la mirada. Saliva. Lubricación. Se abrieron de pronto las blancas ropas para dejar ver la gruta, que Stallone probó, mojó e hizo cambiar su coloración del rosa al intenso rojo. Luz y oscuridad. Lascivia. Ambiente de viejos rabo verdes. Subió, entonces, la tenista a la cúspide de la alta silla del Juez y se consumó el acto (¿la frase es de Corín Tellado?). Fue en ese instante cuando Sylvester Stallone dispuso el fogoso juego, bajo el intenso sol de —imagino— San Pornardo, en California. Adentro. Afuera. Luego otra vez adentro de la caverna para lograr que el juego blanco fuera impecable…
Esa misma tarde ocurrió otra historia, a unas cuantas butacas de la mía. La transcribo en forma de cuento para una mejor digestión:
Algo le dice.
La obesa figura del Oscuro Señor se inclina para depositar un bisbiseo en el oído de la mujer. Yo imagino que a su oreja cae un negro líquido, viscoso y putrefacto. Ella finge no escuchar. Su actitud es de espera.
Amparados por la penumbra de la sala del cine, los dos se buscan. Se retan codiciosos. Lúbricos. Ignoran todo, porque son ignorados. Sólo existe su voz. Su incomprensible voz que algo vuelve a depositar, una semilla salaz.
Ahora la mano del Oscuro Señor entra al bolsillo del pantalón y saca de su billetera la moneda con la que paga a la mujer para que ella recobre su movilidad. Se trata nada menos que de una mujer a la que cae la negra rueda del dinero y se acciona.
El Oscuro Señor vuelve a buscar algo en su pantalón: su mano busca y busca: encuentra. Y la mujer se inclina un instante y las carnes del Oscuro Señor se mueven. Se quedan en temblor. Se deshacen, grasosas. Y corren primero por la butaca y luego al piso, al pasillo, al baño: desaparecen.
La mujer se incorpora ante la nada. Escupe. Se acomoda la ropa y busca. Aparece y desaparece con el resplandor de la luz que proyecta la película de la sala de cine Greta Garbo.

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