Uno debe esconder lo profundo.
¿Dónde? En la superficie.
Hugo Von Hofmannsthal
Juan Rulfo recorrió muchos kilómetros del territorio nacional como trabajador de la Goodrich-Euzkadi entre 1946 y 1952; y de 1954 a 1957 fue colaborador de la Comisión del Papaloapan y editor en el Instituto Nacional Indigenista. De esas travesías por tierras polvosas y pueblos extraviados hay huellas perceptibles: las cientos de fotografías que el autor de El gallo de oro compusiera y que hoy se conservan como un archivo invaluable. De allí también Rulfo habrá tomado voces, imágenes, giros, situaciones para la paulatina conformación de dos de las más grandes obras literarias en lengua castellana: El llano en llamas y Pedro Páramo.
Algo semejante hizo Álvaro Mutis (Bogotá, Colombia, 1923), quien trabajó por algún tiempo para las multinacionales petroleras Standar Oil y Esso, años antes de su estancia en el Palacio Negro de Lecumberri. De esos viajes inacabables por la tierra colombiana está nutrida su poesía, su narrativa, sus relatos, cuya simiente primera es el trópico.
En la cárcel, dicen los que transpiran la experiencia, se dispone de tiempo para un sinnúmero de cosas: pensar, una de ellas. Pensar: imaginar: crear: disertar. Cuando Mutis cayó en prisión, estancia que se prolongaría por quince meses, ya había publicado los libros de poemas: La balanza, 1948 y Los elementos del desastre, 1953. La inquietud poética ya la traía, y allí quizá tuvo tiempo para prefigurar el derrotero que tomaría su extensa narrativa: “Cuando salió libre el 22 de diciembre de 1959 —nos cuenta Eduardo García Aguilar—, a los 36 años de edad, terminaba para él una pesadilla que cambió su vida para siempre…” Mutis mismo afirmaría más adelante, que sin el “carcelazo de Lecumberri —abunda García Aguilar— ninguno de los libros de la saga de Maqroll el Gaviero —su álter ego— y casi toda su poesía posterior habrían existido”.
Luis Cardoza y Aragón llamó alguna vez a la poesía, por esa vocación-condición visionaria que le es inherente y que presume en cuanto momento le acomoda, “la única prueba concreta de la existencia del hombre”: si en el principio fue el verbo, la palabra, como primera encarnación de la poesía, le siguió, máxime cuando nos referimos a ese acto de apropiación del mundo que comienza con el asomo del poema. Mutis mismo se condensa en Summa de Maqroll el Gaviero, su poesía reunida. Cuando le otorgaron en 2001 el Premio Cervantes, Alejandro Rossi escribió que en Mutis “hay un extraordinario poeta, que a veces escribe en verso y a veces en prosa, un poeta visionario que nos narra…” Y para muestra ahí está Caravansary: “Silencio, pues, y que vengan las hembras de la pusta, las damas de Moravia, las egipcias a sueldo de los condenados”. Y en Cinco imágenes en el mismo libro: “Hay que desconfiar de la serenidad con que estas hojas esperan su inevitable caída, su vocación de polvo y nada”. Y más adelante: “El sueño de los insectos está hecho de metales que sólo conoce la noche en sus grandes fiesta silenciosas”.
La de Mutis es una poesía narrada, un grueso legajo de poemas en prosa cuyos versos aparecen saturados de los colores y atmósferas del trópico y en su mayoría enmarcados en un acento particularmente histórico. Un poeta visionario que nos narra, “entre el terror y el asombro —agrega Rossi—, la descomposición de la materia, cronista preciso de un trópico carcomido… Poeta de los objetos abandonados, de los bancos herrumbrosos, de los astilleros perdidos y también de paisajes góticos y aurorales”.
Más de cincuenta años le ha dedicado Mutis a la poesía. Poesía de la vida, o viceversa. De allí que resulten entendibles estas palabras suyas respecto al mencionado vaticinio sobre la muerte del poema: “Es evidente que quien anuncie tal cosa desconoce la virtud esencial de la poesía, que consiste en acompañar al hombre a cada instante de su paso por la tierra, así le haya sido negado el secreto de convertirla en palabras” (Vuelta, 1998). Por ese desplazarse por el mundo, por esa inclinación a la poesía y la navegación, por esa alusión al mundo del agua y sus alcances, se le llama “poeta andante”: un tipo cuya disposición primera es batirse a duelo con la página. Y la figura de Maqroll el Gaviero aparece salvadora entonces: es un héroe, casi salido de una chanson de geste, el reverso de su autor.
Al salir de Lecumberri se desató un juego de espejos: a partir de ese momento Mutis no ha sido más que el álter ego de Maqroll el Gaviero.