El escriba

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Soy el escriba de una ciudad que no existe.
En ella cantan los pájaros y sus adoquines
son de hielo y no queman. Así, el paseante
puede contemplar los peces, los cangrejos
y una alfombra de plantaciones de coral
y posidonia. Y si mira más abajo, las naves hundidas
del tiempo. La música, el silencio y las palabras
ciertas son las únicas ordenanzas de esta ciudad
de la que hablo. El orden se sustenta solo
y el mal no existe, aunque acampe a los pies
de las murallas. De noche, brillan sus fogatas,
La geometría de los jardines es nuestro espejo.
No hay estatuas: piedra y lápidas
son vivienda para los vivos y los muertos,
pero no para honrar la memoria efímera
de lo que ha sido y sólo es en el recuerdo
de los que lo conocieron. En esta ciudad
escribo sobre el ciclo de las estaciones
y el distinto ritmo que marca la vida
de los hombres. Amo la mirada y la piel
de las mujeres, cuando éstas desean ser amadas.
Si no, vivo solo. Y los niños me señalan riendo,
para que no olvide lo que fui antes de habitar
esta vieja casa que el sol dora al atardecer.
La historia es cementerio de dinastías olvidadas:
aquí no somos víctimas de los tiranos
y la maledicencia es sólo un juego más
cuando el cielo se oscurece y luego llueve.
Agua, pan, vino, sal, aceite o fruta
son monedas de uso corriente. El oro
y la plata no existen. La miseria tampoco.
Soy el escriba de la ciudad donde vivo.
Aprendo de los filósofos y admiro las novelas
que fueron escritas para celebrar el amor
y mirar a los ojos del tiempo sin perder la razón.
Mi oficio son las cartas de los que no saben
decirse. Descifro sus emociones y relato
sus sentimientos. Y esas emociones
y esos sentimientos son entonces los míos.
Nunca cobro por mi trabajo: agradezco
sus encargos, que me permiten sentirme vivo.

José Carlos Llop

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