Cuando se busca el nombre de Jerome David Salinger en la Enciclopedia Británica, se encuentra un breve texto sobre el nativo de Nueva York (1919). Apenas cuatro párrafos, de los cuáles en el primero se reconoce su “reducida producción narrativa”, aunque en seguida se destaca su “notable ascendiente sobre el desarrollo de la novela estadounidense del siglo XX”. Lo revelador no es, no obstante, el poco espacio que se le dedica a un autor de esta estirpe. Sí lo es, en cambio, la ausencia de fotografía que ilustre al escritor de El guardián entre el centeno. Algo raro, si se observa que casi en la totalidad de la enciclopedia existe por lo menos una pequeña imagen que acompaña cada artículo.
No es baladí señalar esto si situamos a la Británica como unos de los compendios de información más importantes de la historia de la humanidad. El propio Aldous Huxley escribió en su ensayo “Si mi biblioteca ardiera esta noche”, que si por algún accidente quedara varado a una isla desierta, el libro que consideraría imprescindible para no morir de aburrimiento sería, sin pensarlo dos veces, algún volumen de la Enciclopedia Británica.
La ausencia de imágenes de Salinger es por todos conocido. Su repudio a todo lo que tuviera que ver con fotografías fue de dominio público. Y los apáticos lectores alrededor del mundo tuvieron que leer las notas sobre su muerte con una vieja imagen a blanco y negro del escritor con el pelo engominado, cuando no (como en este mismo artículo) en la típica escena congelada de un anciano iracundo, a medio camino entre golpear al fotógrafo o sufrir una apoplejía.
El pasado 27 de enero su agente, al informar sobre su muerte, señaló: “Salinger dijo que estaba en este mundo pero no pertenecía a él”. Más que un ser huraño, en los días que siguieron a su acaecimiento se fue develando la opinión de sus pocos conocidos que concedieron entrevistas a medios como The New Yorker. La escritora Lillian Ross explicó que el alejamiento de Salinger (quien vivía en el pueblo de Cornish, New Hampshire, desde que publicara su último libro, Nine Stories, en 1953) se debió a su desprecio por las malas interpretaciones de su obra así como el canibalismo y la fatuidad de los medios. “Ya no hay escritores de verdad, sólo charlatanes y patanes que venden libros”, le confesó a su amiga Lillian Ross.
Sin embargo, la ausencia pública de Salinger durante más de medio siglo continúa creando equívocos para los que intentan acercarse a su personalidad más allá de su obra. Porque puede ser que de verdad odiara a todos y que compitiera palmo a palmo con Louis-Ferdinand Céline por ganarse el título del escritor misántropo por excelencia del siglo XX. En una de las pocas cartas de Salinger que puede ser consultadas en la Biblioteca Morgan de Nuev York se lee: “El mundo es una porquería y se vuelve aún más mierdoso a cada minuto que pasa”.
Guerra y sordidez
Pocos eventos han nutrido a la literatura de grandes historias como la guerra. Parece que estos vacíos de humanidad son al mismo tiempo cúmulos de tragedias a los que el arte en general, y la literatura en particular, nunca han sido indiferentes. De Tolstoi a Steinbeck, de Vasili Grossman a Erich Maria Remarque, los conflictos bélicos han servido de escenario para grandes novelas.
En J. D Salinger la Segunda Guerra Mundial aparece en algunos cuentos como “Un día perfecto para el pez plátano” y “Para Esmé, con amor y sordidez”, pero la abrumadora experiencia del conflicto, vivida en carne propia por el autor, es más una atmósfera, un tono que atraviesa por completo su literatura.
Salinger militó en el ejército estadounidense de 1942 hasta 1946 y regresó de la guerra con un montón de borradores que iría publicando en The New Yorker. Lo que vivió en Europa sólo puede entreverse en esos oscuros —y breves— sesgos que convierten en inolvidables a sus personajes más logrados.
El veterano que se vuela la cabeza en el último párrafo de “Un día perfecto para el pez plátano” es el mismo que unos momentos antes parecía haber atrapado una extraña y bella percepción de la realidad. “Si hubiera que sacar conclusiones —señaló Pablo Duarte sobre Salinger en la edición de marzo de Letras Libres— lo que queda desganadamente claro es que no hay iluminación, sólo aspavientos”.
Y lo demás es sólo una bala que atraviesa tu cerebro.
Literatura juvenil como purgatorio
Publicado el mismo año que Nine Stories, El guardián entre el centeno (The Catcher in the Rye, cuyo título fue tomado de un poema del británico Robert Burns) es la novela que inmortalizó a J. D. Salinger.
La historia narra los avatares de Holden Caulfield, un adolescente que abandona su casa para recorrer los paisajes nocturnos de la posguerra americana. Dotada de una ambientación melancólica al tiempo que esperanzadora, el protagonista se convirtió rápidamente en un arquetipo de la juventud americana que buscaba algo más allá de la carestía económica y la decadencia espiritual de la guerra.
Además de Caufield, Salinger hizo retratos geniales de niños y adolescentes en sus cuentos. Dibujados siempre de una filosa inteligencia y una extraña capacidad para la violencia latente, sus pequeños héroes son siempre concientes de la tragedia que parece a punto de irrumpir en sus vidas.
La perturbadora poesía en la obra de Salinger parece no escapar, por el momento, al calificativo de “literatura juvenil”. El propio Aldous Huxley escribió que la literatura que alguna vez entusiasmó a una generación, acaba convirtiéndose para los posteriores lectores en literatura juvenil. Le pasó a Jonathan Swift, Lewis Carroll, Julio Verne y Saint-Exupéry.
Más allá de lo excéntrico e impenetrable de su autor, la muerte de J. D. Salinger como en Kafka, abrirá la posibilidad de leer más de su literatura. No necesariamente será mejor, probablemente sea decepcionante y su silencio de cincuenta años será el legado más honesto de un escritor breve pero poderoso. Lo que queda es una novela y algunos relatos geniales. Y eso es suficiente.