Nacido de la incertidumbre, el miedo es “una perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño real o imaginario”, según el diccionario. Pero el miedo también es una fascinación, un motivo que se materializa en la palabra y la imagen desde los principios de la cultura, a través de leyendas que han flotado y subsistido sin sentir apenas los siglos.
Dígase terror u horror, las formas del miedo en la literatura y sus fronteras como subgéneros han sido abundante materia de discusión, si bien al margen de los círculos académicos, críticos y teóricos, hasta hace relativamente poco. En su Introducción a la literatura fantástica de 1968, Tzvetan Todorov hace una reivindicación de las obras donde elementos sobrenaturales se insertan en la cotidianidad del texto y la “perturban”, angustiosamente o no.
Sea una puerta que se abre hacia un mundo paralelo, un objeto con propiedades mágicas o una quimera, el elemento fantástico puede, pero no es necesariamente macabro. Esta bifurcación también funciona hacia el otro lado: según quién lo defina, la presencia del elemento fantástico puede ser también la diferencia clave entre el horror y el terror. Para Roberto Herrera, uno de los organizadores del Foro de Novela Negra que desde hace tres años realiza la Coordinación de Artes Escénicas y Literatura y profesor de la misma asignatura en el Departamento de Letras, esa es la forma más fácil de diferenciar el terror del horror, pues considera que este último es de carácter más bien psicológico, interior, subjetivo y ambiguo.
Por otra parte, definiciones más clásicas, como la de Ann Radcliff, distinguen un miedo de otro por la exposición o contacto que se tenga con la circunstancia que lo detona: el terror sería la ansiedad durante la expectación, el miedo anticipado al hecho; el horror, la reacción derivada de la contemplación o interacción directa con el hecho o el objeto que produce el susto.
Sea como fuere, terror y horror son dos vertientes de una misma corriente nacida en el siglo XVIII, cuando el miedo se instaló formal y definitivamente en la literatura con El castillo de Otranto de Horace Walpole. Este drama de intriga familiar con inexplicables objetos gigantes cayendo desde el cielo y una extraña profecía sobre el fin de un linaje, sentó las bases de esa corriente literaria, el gótico.
La invasión de los vampiros
endulcorados
Atravesando el Romanticismo, la literatura gótica recogió leyendas e introdujo en su repertorio elementos del imaginario colectivo y el folclor, de donde viene por diversas vías la indispensable figura del monstruo. Y de entre los monstruos, el más exitoso de todos y el más rentable en la actualidad: el vampiro, originalmente una bestia
Experta en este subgénero, Encarni López Gonzálvez, quien también es organizadora del Foro de Novela Negra (junto con Vanessa García) y docente en esta materia, explica las contradicciones del fenómeno Crepúsculo, o más directamente, por qué las creaturas de Stephanie Meyer y sus réplicas no son vampiros de verdad: “La novela gótica original rompe los límites para reestablecerlos con mayor fuerza: en Drácula esto se evidencia en la eliminación del monstruo, de lo primitivo. Y es que el vampiro es un trasgresor por definición, porque representa los deseos más oscuros del ser humano, como la inmortalidad, pero en juventud eterna para gozar de la carne. El vampiro el deseo puro. Pero los vampiros de Stephanie Meyer no son carnales, por el contrario, siguen valores conservadores como la castidad. En realidad se parecen más a la figura del ángel, por sus connotaciones místicas”.
Aunque en el fondo la presente oleada de vampiros dulces puede reducirse a un ciclo de novelas rosas con guiños falsos a arquetipos góticos, las bases de su éxito quizás pueda explicarse con lo que Vicente Quirarte escribió en la introducción a su compilación de ensayos El monstruo considerado como una de las bellas artes (Paidós): “Terror y sacralidad, éxtasis y ansia signan el tránsito del animal adolescente”, aunque las buenas costumbres y la marcada tendencia a la derecha de autores y editores ya deje inaplicable la continuación de la frase: “Quien no abandona totalmente ese dominio disfruta con el paso del tiempo crecientes intensidades. El vampiro, Victor Frankenstein y Arthur Rimbaud comparten la incondicionalidad que exigen de sus exploradores. Trasgresores y consagradores, persiguen el absoluto antes que aceptar el falso consuelo de la vida diaria”.
Esas crecientes intensidades, sin duda, han sido el motivo para que cada vez más adultos se nieguen a abandonar esos “gustillos juveniles”, para detenerse a considerar seriamente las posibilidades de hacerlo su modus vivendi.
Así, estudios rigurosos y auténticas vueltas de tuerca literarias siguen cultivando la tradición gótica, y en especial la del espectro sanguíneo, ahí donde Ann Rice dejó una de las últimas estampas de originalidad en la cultura más popular con sus Crónicas vampíricas (Entrevista con el vampiro, La reina de los condenados, etcétera)
Los nuevos caminos parecen venir de Suecia con Déjame entrar, la novela de Jhon Ajvide Lindgvist que por un lado vuelve a las raíces al retomar elementos del folclor como la idea de que el vampiro sólo puede entrar a una casa si se le invita, y por el otro abre una brecha en las características del gótico, porque la bestia no es aniquilada, ni el orden reestablecido. Llevada al cine en Suecia, ha sido tan éxitosa que está por estrenarse la versión hollywoodense, con Chloe Moretz (Kick-ass, 500 días con ella) en el papel de la niña no-muerta. Roberto Herrera parece vislumbrar cierta predicción, pues, cuando dice que los niños serán el instrumento de nuestros miedos futuros. Por lo menos en los libros y en el cine.
Lo macabro bajo el sol
Contra el extendido mito de que sólo en la penumbra, el frío y la niebla del Norte se puede escribir literatura gótica, José Ricardo Chaves publicó en 1997 sus Cuentos tropigóticos (UNAM), donde se puede ver a un tipo cualquiera de la Ciudad de México quedar hechizado por la cabellera que ha encontrado en un mueble comprado en la Lagunilla. Libre de parodias o sarcasmos respecto al inusual escenario, si exceptuamos el título, las ficciones de Chaves no son ni los primeros ni los últimos relatos de miedo auténtico en publicarse en Hispanoamérica.
Lo anteceden desde las estanterías menos concurridas: Bernardo Couto Castillo en el siglo XIX, cuyos Cuentos completos ha publicado recientemente Factoría ediciones; Juana Manuela Gorriti y su extensa obra argentina; Alejandro Cuevas y sus Cuentos macabros durante el Porfiriato; Clemente Palma en el Perú de las primeras décadas del siglo XX, cuya novela Mors ex vita forma parte de la colección Licenciado Vidriera, de la UNAM; Francisco Tario, autor raro entre defeño y español, desconocido largamente y hace poco rescatado por la edición de sus Cuentos completos en Lectorum; Amparo Dávila, zacatecana aún viva cuyo silencio de décadas se ha visto apenas quebrantado con la salida de sus Cuentos reunidos el año pasado en el FCE.
Por su parte, otros autores contemporáneos hacen lo propio: José Luis Zárate quien ha imaginado y escrito el viaje hacia Londres que no se narra en Drácula, en La ruta del hielo y la sal; Vicente Quirarte y su drama en un acto Retrato de la artista como joven monstruo que protagonizan Mary Shelley, John William Polidori y la Criatura.
Y desde las estanterías más resplandecientes algunos clásicos de ayer y hoy: Rubén Darío con su Tanatopía; Leopoldo Lugones en su narrativa; Julio Cortázar con algunas de sus retorcidas fantasías, Guillermo del Toro en coautoría con Chuck Hogan en su Trilogía de la oscuridad (cuya segunda entrega se verá en la FIL), y ahora incluso Carlos Fuentes con Vlad, una noveleta sobre un vampiro en la Ciudad de México que forma parte de la antología Inquieta compañía (Alfaguara, 2004), y que presentará como novedad también en Guadalajara.