Decía Albert Camus, en su ensayo “Un razonamiento absurdo”, que cuando se sabe que la vida nos ha superado o no la entendemos, morir voluntariamente supone “confesar” esta angustia, por lo que seguir viviendo no sería más que una costumbre, y al entregarse a la muerte se reconoce cuán ridículo resulta ello: “La ausencia de toda razón profunda para vivir, el carácter insensato de esa agitación cotidiana y la inutilidad del sufrimiento”. Así se resume a Eric Packer, el protagonista de Cosmópolis, la reciente cinta de David Cronenberg. Un joven frívolo y multimillonario de Nueva York que se conduce deliberadamente hacia su autodestrucción recorriendo la ciudad en un día abordo de su limusina, en busca de un banal corte de cabello que al final del día jamás terminará de concretarse; la imagen trasquilada que no es otra cosa que el símbolo de su propia deshumanización y la antesala y conciencia plena de su devastación, de su caída.
Sin dejar de ser una buena película, lamentablemente el mayor mérito de Cosmópolis no está en ella misma, sino en la novela homónima de Don DeLillo en la que está basada. El mismo Cronenberg ha dicho que el realizar el guión fue demasiado fácil y rápido debido a que la obra original es “muy cinematográfica”, y que así sólo tuvo que transcribir los diálogos que conforman la trama. Y es ahí donde pudo perder algo de sustancia el trabajo del cineasta canadiense, ya que el contexto narrativo que dé soporte a los personajes está prácticamente ausente, y por ello, la cámara sólo presencia y guía la interlocución de unos caracteres que en no pocas veces parecen tener una enunciación sin mucho sentido ni fin, que dependen demasiado del peso de los actores, y que dejando por el momento de lado a Packer, salvo su antagonista, Benno Levin, desfilan por la pantalla insípidos y desdibujados, como meros comparsas de turno del personaje principal.
Es claro que el propósito de Cronenberg fue precisamente el cernir la novela y centrar la acción casi exclusivamente en la narrativa dialógica, a fin de mantener la ilación discursiva y temporal que dan cuenta de lo que él siempre ha presentado hasta el cansancio en sus filmes, a veces de maneras más burdas u obscenas y otras con sutileza o economía de sus recursos creativos: los personajes que inevitablemente enferman física, mental o moralmente por encontrarse en un entorno ya contaminado o infectado; en el caso de Cosmópolis una sociedad pervertida por la vacuidad y el capitalismo desenfrenado que detonan la confrontación del protagonista con la inutilidad de su existencia, puesto que ya no puede dar marcha atrás al camino iniciado a costa de él mismo, y que lo llevan a perseguir su muerte en las manos del verdugo ideal, el mediocre y resentido ex empleado hasta entonces invisible a sus ojos, un desecho del sistema con el cual esgrimir argumentos filosóficos del porqué de ese momento, como un ritual o la prueba definitiva y tal vez purificadora antes de subir al cadalso.
Pese a estas posibilidades críticas y disertantes, a menos que la intención de Cronenberg fuera la de acentuar la propuesta deshumanizante del libro y, por ende del guión, casi todo el filme deja una sensación de inexpresividad y frialdad; como una visión plana y sin disonancias ni tensión. La lente es un testigo con un ángulo amoral y distante que no se sorprende ni sentimentaliza sobre la ruina y desgracia de los personajes. Por ello, insisto, fuera de la gran fuerza interpretativa de Paul Giamatti como Benno Levin, los demás actores aparecen con personajes sin vida, resignados a su automatismo, incluso el propio Eric Packer en quien recae todo el peso de la obra, y que puesto sobre las espaldas de Robert Pattinson, a no ser, nuevamente que el director aprovechara la similitud de imagen del insustancial vampirito yuppie hollywoodense, con el rico nihilista que tiene todo sin ser nada, le quedaría como un papel demasiado holgado.
En el mismo ensayo citado, Albert Camus nos dice: “Cogemos la costumbre de vivir antes de adquirir la de pensar. En la carrera que todos los días nos precipita un poco más hacia la muerte, el cuerpo conserva una delantera irreparable”. Packer ha hecho la travesía de su odisea, montado en su lujosa limusina, atravesando el Manhattan pomposo hacia los olvidados suburbios, mientras en el viaje es visitado por sirenas, monstruos y oráculos que acuden a su universo mecánico que al igual que él se ha ido degradando en el viaje, su impecable pintura no es ya sino un sucio cuadro de Jackson Pollock. Y ha llegado a su destino, a las tripas del submundo donde el desconocido hechicero anuncia las palabras con que ya lo espera para transmutarlo: “Todo en nuestras vidas nos ha guiado hasta este momento”.