Al tío le tocó ver al chiquillo tirado, desangrándose. Ya que en el pueblo no hay agua potable, tuvo que ir como casi cada tarde al depósito, cerro abajo. Nunca vio que detrás de él venía su sobrino.
Llenaba las cubetas en un ojo de agua que alimenta al depósito, conectado por varios tubos terrosos. Al tío le tocó cargar al chiquillo hasta la comunidad. En el trayecto manchó su camisa y pantalones con sangre.
Cuando lo vieron entrar corriendo en el pueblo, con el chamaco colgándole entre los brazos, las mujeres soltaron de gritos y se lanzaron al encuentro.
La sangre le brotaba imparable desde la cabeza. Las mujeres, asustadas e indecisas, aullaron exigiendo un manto. Le amarraron la herida, cubriéndole el cráneo, que casi de inmediato se pintó de un rojo intenso.
Cuando las voces alcanzaron al padre, llegó tan rápido como sus botas se lo permitieron.
“¡A Compostela, llévatelo a Compostela!”, gritaron los familiares. No la pensó dos veces: cargó al chiquillo, lo recostó en el asiento delantero de la camioneta y arrancó hacia una vereda intransitable, pero que reduce el tiempo entre el pueblo de Las piedras, en Nayarit, y la carretera rumbo a Compostela.
Al entrar a la clínica regional de Compostela le dijeron: “tiene mucho desangrado y la herida es muy grande. Además, trae fracturada la pierna izquierda. Tiene que llevarlo a Guadalajara”.
Hasta eso, la clínica prestó la ambulancia. El niño y su padre llegaron a la capital del estado en más de dos horas.
“Ya estaba entrando en coma” cuando pusieron pie en el Hospital Civil “Juan I. Menchaca”, explicó el padre, que, como el tío, prefirió conservar el anonimato.
Lo atendieron de inmediato: sutura con más de 20 puntos en la cabeza, desde la frente hasta la mitad de la parte superior; en la pierna le clavaron un fierro a la altura de la rodilla. Un cordón amarrado a la tubería de la cama sujeta el metal, “para mantener la pierna estirada y no le quede más corta que la otra”, explica el padre.
Cuenta lo que le dijo el niño mientras tuvo conciencia: “se fue siguiendo a su tío que iba por el agua al depósito. Ahí cerca hay un árbol de mango. Traía su resortera, pero no le pegaba a ninguno. Quería un mango, pues. Se subió el carajo chiquillo al árbol y sabe qué le pasó, no pisó bien, yo creo, y se cayó. Entonces se quebró la pata y le tronó la maceta, como calabaza”.
El padre parece joven, tendrá entre 25 y 30 años, y en casa le esperan otros dos chamacos. Sus rasgos morenos y labios espesos muestran una mueca seria, casi caída, como las figuras olmecas talladas en piedra.
El hijo medirá acaso menos de un metro. Tiene el color que el sol costeño deja en la piel morena. El cabello más bien con tendencia al trigo, lo más probable por el efecto de los rayos solares.
Prefiere no hablar. Además, la pierna sujeta a la cama lo deja inmóvil. Sostiene junto a su oído un pequeño radio que emite luces de colores y música grupera, de seguro hecho en China. Algún familiar se lo llevó.
En el piso de pediatría, en la Torre de especialidades adscrita al “Fray Antonio Alcalde”, el pequeño nayarita es quizá el más silencioso y quieto, pero con su radio hace cantar a uno de los críos en alguna cama contigua.
Le alcanzo a preguntar: ¿Quieres un mango? Reniega. Vuelve la cabeza hacia la pared y contempla absorto las luces de su radio chino.