El vidente de la noche americana

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El desenfreno como método para alcanzar el arte. Jack Kerouac, portavoz y pilar de la generación beat, buscó la expansión espiritual y lo desconocido “por medio del desarreglo de los sentidos”, como anticipara Arthur Rimbaud en sus Cartas del vidente.
Kerouac, “el doliente santo de la prosa”, como lo llamara Henry Miller, dedicó su existencia a buscar lo sagrado en tiempo de posguerra, y en un país como Estados Unidos que se rendía sin remordimiento al consumo, al frenesí del entretenimiento y al miedo originado por la bomba atómica. El estilo de vida americano lo fue acorralando hasta que decidió escapar: “abandoné mi casa y comencé a convertirme en el gran héroe del romance y el jazz de la noche americana” (México inocente).
El jazz, los clubes nocturnos, la heroína y los alucinógenos, son los elementos escenográficos en la obra de una generación de escritores y artistas que tuvieron a San Francisco como su punto de encuentro, pero que recorrieron juntos y por separado el mundo desde Panamá hasta Marruecos, siempre en la búsqueda de esa triste alma humana que se les aparecía en la pobreza, la derrota y la locura de la droga. “No puedo ofrecer más que mi propia confusión” (En el camino).
Él mismo busca en el “desarreglo de los sentidos” un estado místico que lo ayude a dilucidar, a ver más allá. “Procura estar poseído por una ingenua santidad de espíritu”, clama el escritor (Antología de la generación beat) y en dicho estado extático, él y sus amigos construyen en sus poemas y novelas la saga de unos visionarios que recorrieron el mundo en busca de la imagen última, el sagrado signo.
La vida de Kerouac, “como la de su generación, no acaba arruinada como la de los dadaístas, los expresionistas o los surrealistas europeos, sino que comienza arruinada” (Fernando Pivano, en la introducción a Los subterráneos). El mote de este grupo, beatnik, cae en varios significados, como ser derrotados o aplastados, y el beat que marcan los sonidos del jazz. Caída y música frenética, Kerouac golpea con violencia las teclas de su máquina de escribir y provoca un ritmo que encuentra, entre la síncopa y la improvisación, su estilo más característico.
Para entender a cualquier escritor o para acercarse a su lenguaje, la obra es el primer y último depósito de significados. Y más si se trata de un narrador como Kerouac, quien describe a lo largo de sus libros no sólo su vida y la de sus amigos, sino el momento en el tiempo de todo un país y de gran parte del occidente, esa “miserable civilización sin expresión” (Los vagabundos del Dharma). Aunque medio siglo después, la obra de estos poetas parece por momentos ní¤if o idealista: son un referente ineludible para entender el panorama literario y hasta cierto punto moral de Estados Unidos durante la segunda mitad del siglo XX.
La obra kerouaquiana tiene como referencia directa la rebeldía de los románticos y los surrealistas. Los beatniks como generación, son los mártires de su tiempo, los “héroes derrotados de la noche occidental” (En el camino), que buscan, como Dante en su descenso a los infiernos, lo sagrado. “Lo que anhelamos durante nuestra vida, lo que nos hace suspirar y gemir y sufrir todo tipo de dulces náuseas, es el recuerdo de una santidad perdida” (En el camino).

La carretera es la vida
En el camino es la obra que mejor define el estilo de vida y la visión de la generación beat. Los personajes se desenvuelven en un mundo enajenado, donde el jazz marca el ritmo de una película frenética, en la que las imágenes se suceden sin interrupción como en un tobogán luminoso. Los beatniks son los pasajeros de una travesía épica por Estados Unidos y México. Desde Nueva York hasta San Francisco, y de San Francisco al Distrito Federal, estos idealistas barbudos se montan en un destartalado automóvil y sin dinero ni comida llevan a cabo su desquiciada epopeya. Este viaje se asemeja (como lo señaló Harold Bloom) al del Quijote.
Dean Moriarty (Neal Cassady1), el héroe de la historia, es el musculoso arquetipo estadunidense: voraz en el sexo y la bebida, con una energía prometeica, inhumana y sobrehumana. Este auténtico Caronte-beat es quien sirve de guía a sus amigos poetas y artistas en un sórdido paseo por las cloacas de Norteamérica. Una odisea donde la pasión por los automóviles, las mujeres, el jazz y las drogas confluyen y se materializan en una prosa sin restricciones.
La escritura de En el camino raya por momentos en el trance. La novela está invadida por un universo de sentimientos y visiones que inundan la cabeza de su autor y lo precipitan a una escritura automática que guía su mano durante un sinnúmero de páginas: “no pienses con palabras, es mejor que procures ver la imagen” (Antología…). Y es esta búsqueda de la “imagen” la que lo impulsó a romper con un estilo definido y lo llevó a escribir con fluidez, absteniéndose por momentos de la puntuación y otros recursos que entorpecían su enajenado cúmulo de ideas: “escribe con excitación, a toda prisa, hasta sentir calambres, de acuerdo con las leyes del orgasmo” (Antología…). En esta exploración narrativa encontró un lenguaje preciso, en el que las palabras se incrustan como balas de plata en la cabeza del lector.
Y las acciones que se suceden En el camino son, en esencia, un intento literario más por detener el tiempo y observarlo en todo su esplendor, estático y perfecto. Kerouac busca retratar el movimiento convulsivo de una generación de locos y ascetas que se internaban en orgías y añoraban el eterno movimiento del viaje para sublimar su conciencia y extirpar el “falso discurso” que ellos pensaban estaba corrompiendo a la civilización occidental. Es el viaje y el constante arremeter con furia por la carretera a decenas de ciudades que son la misma, sórdidas y confusas, lo que los motiva a seguir en el camino. Y al repetir este círculo de llegada y partida, parecen suspenderse en un instante, en un perpetuo viaje físico-místico, el samsara deseado, en el que la incontinencia sensorial distorsiona la realidad y hace visible, por momentos, la Verdad.
El propio Marcel Proust, a quien Kerouak admiraba: “Sé como Proust, un fanático del tiempo” (Antología…), intentó con En busca del tiempo perdido, encerrar la eternidad en una novela. Si bien el enfermizo francés duda haberlo logrado, sí concedió en voz de uno de sus personajes que “la obra de arte era el único medio de recobrar el tiempo perdido”.

La vanidad de los Duluoz
En la literatura kerouaquiana los personajes son siempre los mismos. Los actores de sus novelas son sus amigos, esa generación beat que profetizó sería la de “mayor sensibilidad de la historia de América” (Antología…). Desde el frenético Neal Cassady hasta el oscuro William S. Burroughs, pasando por los poetas Gregory Corso, Allen Ginsberg y el novelista Henry Miller, son una y otra vez los héroes de un viaje alucinado.
Con largas barbas y ropas de segunda mano compradas en almacenes militares, estos modernos profetas recorrieron el mundo e hicieron una crítica a la civilización: el confort no es eternidad. Y su búsqueda los convirtió muchas veces en forajidos; fueron señalados como ladrones, drogadictos y homosexuales por una sociedad, que en su mayoría, no entendía su forma de vida, su evangelio.
Estos melenudos jesucristos, estos hipsters2 medio desnutridos y lúcidos al estilo de los místicos, predicaron la parábola de un nuevo hombre, no al estilo de Nietzsche, sino más cercano al pensamiento de Walt Whitman: “Todas las verdades aguardan en todas las cosas”, reza el viejo poeta de Nueva York en Hojas de hierba; el mismo Ray Smith (Kerouac) en Los vagabundos del Dharma parece dar con esta imagen total: “soy Dios, soy Buda, soy un Ray Smith imperfecto, todo al mismo tiempo, soy un espacio vacío, soy todas las cosas”.
Esta unión entre realidad y percepción fue la “experiencia” que acompañó a todo el grupo, pero fue Kerouac el que más se acercó al éxtasis. “En realidad no me considero un beat sino un extraño, solitario, loco, místico católico” (México inocente). Y fueron el catolicismo y el budismo una referencia constante en la novela kerouaquiana: “Acepta perderlo todo”, escribe en uno de sus postulados del Credo y técnica de la prosa moderna, y después viene la iluminación.
Sus novelas y poemas son una sola obra. Su deseo era “escribir una larguísima novela que se lo explicara todo a todos” (La vanidad de los Duluoz). Y fue el único capaz de lograrlo. Fue el último vidente: no importa si se llamara Sal Paradise, Leo Percepied, Ray Smith, Ti Jean o Jack Duluoz, todos son una saga, el personaje único de un libro único. La máxima de Aldous Huxley de que “nadie puede escribir realmente de nada, salvo de sí mismo” (Contrapunto), encuentra en Jack Kerouac su más perfecto ejemplo. Su obra es un auténtico Cantar de los cantares beat.
La iluminación final es la humillación de la vanidad.

Salí y me extendí
La búsqueda de contar en una novela o en un poema la historia de “América” por parte de los escritores estadunidenses, ha sido una inquietud compartida desde William Faulkner hasta Henry Miller. En Trópico de cáncer (que es junto a Viaje al fin de la noche, de Céline, una de las novelas favoritas de los beatniks) el propio Miller describe esa búsqueda “americana” de la Totalidad:

Sé que desciendo de los fundadores mitológicos de la raza. El hombre que se lleva la botella sagrada a los labios, el criminal que se arrodilla en el mercado, el inocente que descubre que todos los cadáveres apestan, el loco que baila con rayos en las manos, el fraile que se levanta las faldas para mearse en el mundo, el fanático que explora las bibliotecas para encontrar la Palabra: todos ellos están fundidos en mí, todos ellos provocan mi confusión, mi éxtasis.

Kerouac continúa con ese llamado para construir “América”. El propio Ezra Pound (seguido y admirado por muchos beatniks) trató de alcanzar en sus Cantares un signo que situará a Estados Unidos como parte del sueño humano. “Perdí mi centro peleando con el mundo”, se lamenta el poeta en las últimas páginas de su obra, y al final pide perdón por “intentar escribir el Paraíso”.
Si el paraíso de Pound era un “paraíso histórico y no ultraterreno como el de Dante” (Octavio Paz, Excursiones/Incursiones), el edén de Kerouac es el de la mente liberada gracias a las drogas y el jazz.
Norteamérica es una vez más utilizada por un escritor como la metáfora de un occidente derruido. La pérdida de lo sagrado y la necesidad de regresar a los mitos obligan a una bandada de vagabundos a recorrer el mundo y con esto recuperar la Utopía. Ese universo de la novela norteamericana, que es la de “los hombres sin memoria” (Albert Camus, El hombre rebelde), tiene en la novela En el camino una de sus cumbres literarias.
Este borracho beatnik escribió para sí mismo y estuvo dispuesto a perder su alma peleando contra el mundo. La vida en la carretera de este corpulento paranoico se define en un verso de Blues de la ciudad de México: “Me levanté, me vestí, salí y me extendí”.
Y al ayudar a crear con su desgarrada literatura el mítico universo beat, Jack Kerouac, como soñaba Ezra Pound, se convirtió en el ojo de Dios y no rindió su percepción. [

1No sólo los poetas y novelistas beat utilizaron a Neal Cassady como su arquetipo americano. El propio Tom Wolfe en 1968 describió con maestría en su novela-reportaje Ponche de ácido lisérgico, las tropelías psicodélicas de los “alegres bromistas” por Estados Unidos. Cassady fue el conductor del famoso autobús-ácido Further.
2Hipsters: jóvenes rebeldes estadunidenses de los cincuenta. Consumían drogas y siempre se metían en problemas.

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