El viejo tedio de lo nuevo

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Se dice que lo que realmente importa no es el destino al cual se viaje, sino el trayecto en sí mismo. El viaje comprende, en su acepción básica, el traslado de un sitio a otro: movimiento, salida, llegada, estancia y retorno. Esa sensación de la que habla Simone de Beauvoir en América día a día. Diario de viaje (1948): “La tierra se ha deslizado dentro de un extraño éter. Ya no estoy en ninguna parte: estoy en otra parte.” La autora francesa se refiere a su traslado de París a Nueva York a mediados del siglo pasado: apenas puso un pie en América supo que ya no era la misma. El viaje posee una especie de ungüento que transforma a quien se hace pasajero, viajero (que no turista, tan en boga en esta época globalizada: el viaje así se ha banalizado), a quien, junto con su mirada, se mueve por un sitio distinto a donde vive. Viajar es “ese tedio de lo constantemente nuevo –escribe Fernando Pessoa en El libro del desasosiego–, ese tedio de descubrir… la perenne identidad de todo.”
El viaje desentraña, desenraiza, desenrolla y desarticula; obedece a esa sentencia de Joseph Conrad: viajar es “ir a explorar lugares en el mapa.” El escritor inglés parece decir que la geografía no es tal hasta que se le recorre, hasta que se toma posesión de esa tierra cercada por coordenadas y fronteras que no son más que una línea punteada sobre papel. El escritor y periodista chileno Sergio Missana, quien coordinó la mesa “La mirada que se mueve. Conversando sobre literatura de viajes” en la pasada FIL, subrayó algo semejante al desgranar los cuatro momentos que ha tenido en la historia la literatura de viajes: viajes de exploradores y descubrimientos (visión colonizadora); el naturalismo; viajeros literarios en el siglo XX, y la masificación del turismo (que se vive en la actualidad).
“El viaje –en el mundo y sobre el mapa– es una especie de continuo prólogo, un prólogo a algo que siempre está por llegar y que se esconde detrás de las esquinas”, sentencia Claudio Magris en el prólogo de Viaje a Portugal (1999), de José Saramago. El viaje es siempre un después, es decir, la acción de moverse se ejecuta en el presente, pero lo que depara el viaje está en el futuro, en un hipotético futuro que, por ejemplo, de Beauvoir descubrió en ese viaje a Nueva York: “Normalmente viajar es intentar anexionar a mi universo un objeto nuevo… Pero hoy es diferente: me parece que voy a salir de mi vida…” Salir de uno y encontrarse con otro que es, en el fondo, uno mismo. A esto precisamente se refirió Lina Meruane, ganadora del más reciente premio Sor Juana Inés de la Cruz por su libro Sangre en el ojo, y participante en la mesa dirigida por su compatriota Missana, al recordar que el viaje es también “un relato del lugar que se contempla”, como si se tratara de describir lo que se ve en el espejo cuando alguien se mira.
La misma Meruane esbozó en esa conversación el tema del retorno en el viaje. Porque, en algún punto, la travesía ha de acabar, o mejor dicho, en algún momento el viaje tiene su continuidad, pero a la inversa: como si al alcanzar el destino buscado se volviera sobre los mismos pasos y se atravesara la frontera que divide un lugar de otro. Saramago escribió la transitoriedad de estos trayectos en Viaje a Portugal: “ningún viaje es definitivo.” En La odisea tiene lugar el que es quizá el retorno iniciático de un primer viaje en la literatura: está encarnado en Odiseo, que después de muchos años de vagar y estar bajo la sombra de Poseidón, puede al fin emprender el regreso a su amada Ítaca: si el viaje es impulso, también es su reverso: el retorno.
El viaje, en algún momento, puede convertirse en una empresa fracasada o de muerte: piénsese, por ejemplo, en Juan Preciado, que va a Comala en busca de algo y acaba muerto, dijo Andrea Jeftanovic, también participante de la mesa. La migración es otro modo de viajar: aunque se trate de un movimiento obligado. La migración, señaló Yuri Herrera, escritor mexicano, “redefine no sólo las fronteras imaginarias, sino el lenguaje, el sentido de patria” y trastoca lo externo y lo interno del migrante-viajero. Un paso de un lugar a otro es la definición de viaje que da Simone de Beauvoir en sus diarios, y eso mismo fue lo que hizo el viajero Saramago en su Viaje a Portugal: fue de un sitio a otro en su país, una travesía por sí mismo. En la presentación del volumen, escribe: “La felicidad… tiene muchos rostros. Viajar es, probablemente, uno de ellos.”

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