MAESTRO, USTED QUE LO CURA,
estoy enfermo del antiguo mal de luna.
Opéreme en seguida;
mi nombre es Albert Das.
Alguna luz mala,
alojada en los ojos,
sembró el grano que hiere la palabra
y, por mi voz, me ha vuelto un extranjero.
En el cráneo escucho la cal de las estrellas
calcificándose duras como biliares del sueño.
Por esta luz de mal de luna,
me he alimentado con el albar de almendras
quebradas hasta extraerles el nevado mármol,
más fino que la farina nefasta de las estrellas
o más limpia que la creta carne de las langostas;
me he alimentado de esta carne láctea
y, como un San Juan incoherente en las arenas,
mi palabra se ha convertido en un almendro
sólo penetrable a golpes con la testa de la incomprensión.
¿Cree usted que la nieve, concentrada en el grano óseo,
escrutará, entre las graderías del sueño,
la perla visionaria de la vigilia
y nos resuelva esta nostalgia por las ceibas,
este mal de luna
que sólo se enfiebra en las almas de pálidas arenas?
He llegado hasta su sombra,
hasta la resolana de su luz.
Usted tiene el embudo en la cabeza,
el bisturí en la mano
y la nieve anestésica de la vigilia:
Maestro, opéreme en seguida
de este duro mal de luna;
mi nombre es Albert Das.
Miguel Reynoso