“Thank you… very much indeed”, fueron las palabras que Hitchcock expresó con parsimonia en 1967, cuando la Academia lo galardonó con una presea que sabía más bien amarga: el Premio Irving Thalberg a su trayectoria como realizador. Sólo cinco palabras después de 42 años como realizador y casi tres décadas en la industria de Hollywood, y luego de cinco nominaciones al Oscar como mejor director, de los cuales no obtuvo ninguno.
Con una Academia entrópica y abarcadora, baluarte de una identidad norteamericana que supo concentrar en la industria cinematográfica las esquirlas de la doctrina Monroe actualizada: nacionalismo, capitalismo y protestantismo, hacer de un católico inglés con un erotismo a veces surrealista —pero siempre fílmicamente exquisito— el mejor director del arte hecho industria, que la meca del cine occidental consideraba tan propio, era una concesión impermisible. En la legendaria entrevista de cincuenta horas que François Truffaut hiciera al director de Psicosis, éste confesó con cierto dejo de pesadumbre que el Oscar otorgado a Rebeca como mejor película —la primera que filmó en los Estados Unidos en 1940— era en realidad un premio a David O. Selznick, el productor, que un año antes había recibido, por Lo que el viento se llevó, la estatuilla Irving Thalberg. El premio agudizaba, además, la indeseable injerencia de Selznick en el trabajo de Hitchcock. Su relación fue tan fructífera como martirizante, pero sirvió para colocarlo en el centro de la tierra de las oportunidades.
Después de que en 2012 la encuesta que cada década realiza la revista Sight and Sound del Festival de Cine Británico en la búsqueda por jerarquizar los filmes más importantes de la historia, diera a conocer que Vértigo (1958) había desbancado a El Ciudadano Kane (1941) como el mejor en la historia del cine, el revisionismo de los expertos sobre la obra del ahora llamado “Padre del Suspense” sacudió el polvo a tres de sus filmes más destacados, para erigirlos como sus grandes obras maestras: el propio Vértigo (1958), Psicosis (1960) y Los pájaros (1963), tres de las películas más surrealistas y simbólicas del realizador, de la década en que su obra rebasó el profesionalismo para dar paso al genio. La afirmación, sin embargo, omite su trabajo en La sombra de una duda (1943), una de sus primeras películas en que empleara la estrategia de introducir al espectador junto con los personajes en un entrañable dilema ético; o Recuerda (1945) en la que abiertamente aborda el psicoanálisis como elemento central para resolver las confusiones del director de un asilo psiquiátrico, filme donde además Salvador Dalí participó construyendo los decorados de la escena onírica.
Alfred Hitchcock representa, en sí mismo, lo que Sergei Eisenstein teoriza ampliamente en sus explicaciones sobre el montaje intelectual, es un profesional de la técnica que consigue un efecto final no sólo emotivo sino también analítico, un artífice total de su obra, con un elemento agregado del que hasta ese momento carecía la pantalla grande: Hitchcock supera el ideal de la obra supeditándola al gran objetivo ulterior, que es el espectador, filmando escenas que parecían absurdas en el set pero que generaban un profundo efecto al momento de su proyección. Con ello, si estamos frente al padre del suspense es, precisamente, porque era antes que todo un director que gustaba de observar y se complacía en sorprender, generando una complicidad con las búsquedas de quien, inmerso en la oscuridad, espera que una historia lo trastoque, ya que como él mismo afirmó: “No trabajo nunca con lo mediano, no me siento jamás a gusto dentro de lo corriente, de lo cotidiano”.
Y no lo era, ni en construir personajes sofisticados, aventureros al mismo tiempo que elegantes, eróticos a medio camino entre la audacia y la timidez; ni en fisgonear en sus vidas, ya fuera desde el carácter detectivesco más analítico o a partir del voyeurismo más instintivo. Aun cuando no fue un director polémico, trastocaba la tradición, tanto fílmica como social, sin deprenderse de sus timideces personales —que acompañaron su carácter y su filmografía a lo largo de su carrera—, y les abría una puerta de escape, como sugería el psicoanálisis, a través de filmes que muchas veces estaban construidos como sueños, “sueños diurnos” como los llamaba él.
No obstante, el carácter psicoanalítico de la obra de Hitchcock, que cobraría tintes marcados hacia la década del sesenta, la construcción paulatina de la intriga e, incluso, la agudización del MacGuffin que venía trabajando desde los años treinta —tres elementos que conformarán el suspense como la nueva forma de contar historias— encuentran sus primeros antecedentes en Crimen Perfecto, 1953, (uno de los intertextos del filme del 2005 Match Point, dirigido por Woody Allen), y La ventana indiscreta y Atrapa al ladrón, 1954. En éstas, construye tres elementos que representarían su firma personal en el género negro: la vuelta de tuerca irónica (ahora recurrente en, por ejemplo, la cinematografía de los hermanos Cohen), el voyeurismo y el sustrato detectivesco; además del fetiche que acompañará el resto de su obra: su encanto por las rubias sofisticadas, encarnado en la figura de Grace Kelly, antes de que contrajera nupcias con el príncipe Rainiero de Mónaco y se alejara definitivamente del mundo de la actuación a pesar de la insistencia de Hitchcock.
El placer de espiar
A 60 años del estreno de La ventana indiscreta, este filme innovador en la construcción del set —que llevó a modificar incluso el sótano de los Estudios Paramount y a privilegiar tomas en primera persona que emularan el placer voyeurista—, cobra ahora, en un mundo plagado de ventanas virtuales, un renovado significado, donde la curiosidad desde la sombra del anonimato nos coloca como espectadores hombro a hombro con el protagonista.
La película, primera de nueve que filmaría con Paramount, fue un encargo en el que expresamente se estipulaba la necesidad de adaptar el texto homónimo de Cornell Woolrich a la gran pantalla. Hitchcock encontró en la petición la ocasión perfecta para construir un personaje físicamente vulnerable, que se viera en la necesidad de explotar capacidades intelectuales para resolver un misterio sólo visible a través de la intimidad de su ventana. Para lograrlo, adopta una referencia que le era más cercana, con lo que el protagonista Jeff (James Stewart) se parece mucho más al fotógrafo de guerra húngaro Robert Capa que al personaje de la novela de Woolrich. Otra diferencia importante con relación al texto escrito, es la presencia de Lisa (Grace Kelly), personaje inexistente en la historia original y que no sólo ofrece en la adaptación fílmica un telón de fondo romántico para una historia de misterio, sino que se convierte en pieza clave ejecutora de las proezas que el héroe, quien yace inmóvil en su departamento con una pierna enyesada, no puede cumplir.
Si bien Lisa Carol representa la mujer frágil que encarna los paradigmas femeninos de la época, con aspiraciones matrimoniales y una actitud de superflua vanidad que aburre al hombre aventurero ávido de retos profesionales y personales, Hitchcock revestirá su personaje femenino —dedicado al modelaje profesional— con una inteligencia estimulante que lo llevará a introducirse directamente en la cueva del asesino, mientras lo despoja paulatinamente del tradicional apego a las buenas costumbres. Lisa consiente continuar inmersa en una relación sin promesas, enfrentando el escándalo social que representaría pasar la noche con un hombre sin ningún compromiso pactado.
Nada de ello, sin embargo, por más liberal que parezca, incurre en el escándalo, ni distrae al espectador del verdadero objetivo de estar colocado frente a una ventana desde la cual Jeff se complace en husmear en la vida de sus vecinos; desde la hermosa bailarina que danza en ropa interior en la sala de su casa, la solitaria mujer que bebe vino mientras actúa la pantomima de una cena romántica, hasta convertirse en testigo por accidente (el MacGuffin que Hitchcock tanto defendía, ese pretexto actancial para echar a andar la historia) de un presumible asesinato.
Desde el plano secuencia con el que el director abre el filme y toma de la mano al espectador para darle a conocer el vecindario, estamos en cómplice compañía con quien en principio atestigua ilegítimamente la intimidad de los demás personajes. Esa focalización interna, gracias a la cual sabemos los mismos detalles que Jeff, no está exenta de giros argumentales, momentos estratégicos que nos llevan a la duda sólo para corroborar al final, con más fuerza, la hipótesis que surgió gracias al voyeurismo más morboso y que se comprueba a través del más metódico carácter policiaco. Jeff y Lisa están siempre un paso adelante del detective profesional. Con ello, la estrategia mediante la cual la sospecha termina por imponerse a las razones aparentes, priorizando la intuición de quien mira desde la sala de cine por sobre las certezas que afirman los personajes oponentes, convirtió a Hitchcock en el aliado de la duda.
Esta película le granjeó su cuarta nominación al Oscar como mejor director, con una histórica inversión en decorado e iluminación —pues para ello se construyeron 31 apartamentos, terrazas, callejones y laberintos de escaleras de incendios— y la meticulosa planeación, que dio como resultado que el filme se construyera casi por completo con primeras tomas. A Hitchcock lo alteraba, como él mismo confesó, el desorden y la improvisación. Pero con la presentación detallada de un modus operandi que recordaba al tristemente célebre caso de Patrick Mahon, que en Sussex, Inglaterra, en 1924 había asesinado y desmembrado a su amante escondiendo cada parte en maletas, sombreros e incluso cajas de galletas, resultaba poco susceptible de ser premiado.
Una historia simple, echada a andar por las relaciones cada vez más complejas que entreteje la interpretación de los personajes entre lo ampliamente sugerido y lo escasamente explícito. La ventana indiscreta es el antecedente más claro y sistemáticamente presentado del suspense psicológico que hará de sus obras posteriores, reconocidos clásicos del género.