En las semanas reciente, hemos visto en todo el mundo noticias que en otros tiempos jamás nos imaginaríamos y, francamente, nos horrorizarían. Por un lado, tenemos a Francia en estado de alerta cada tres meses, tiroteos raciales y étnicos en Estados Unidos cada dos semanas, y hace un par de días un intento fallido de golpe de Estado en Turquía estuvo a punto de poner fin a la relativa paz que vive ese país, si tomamos en cuenta que está en la región más violenta del planeta.
Todo este panorama nos haría pensar que hay quienes la tienen peor que México. Y esto porque tendemos a minimizar lo que pasa con nosotros con una especie de “modestia de la tragedia”.
Nos rasgamos las vestiduras por la intolerancia del mundo cuando en México no podemos tolerar que alguien ame a quién se le place por derecho, pero toleramos y nos acostumbramos a la violencia que se vive por la delincuencia y el Estado, normalizamos la inseguridad en un acto de suicidio asistido a nuestras garantías. Como dijo Sor Juana Inés de la Cruz: “Parecer quiere el denuedo de vuestro parecer loco, al niño que pone el coco y luego le tiene miedo”.