En alguna traspapelada reseña se definió a la cinta El gran hotel Budapest (2014), como la reciente y “genial criatura” del director Wes Anderson. Luego de finalmente poder verla en las pantallas de Guadalajara, si en algo uno puede estar de acuerdo (a riesgo de ser menospreciado por los fans del cineasta norteamericano), es que es otra más de sus criaturas.
La historia se desarrolla principalmente en un lujoso y memorable hotel del este de Europa, ubicado en la falsa república de Zubrowka, hacia los años previos a la Segunda Guerra mundial. Ahí el refinado y libertino conserje del hotel (Ralph Fiennes), amante de las ricas y ancianas damas, siempre afable y cortés, obsesivo por el buen servicio al cliente, se ve envuelto, al lado de su nuevo botones —un desgarbado inmigrante enamorado de una joven pastelera con un tatuaje o lunar con forma del territorio mexicano en el rostro, que se vuelve su más fiel amigo y celoso empleado—, en el enredo que tras la muerte de una de sus apreciadas clientes sobreviene: el propio conserje roba una invaluable pintura que ya había heredado, es acusado de asesinar a su huésped y es apresado, escapa de prisión ayudado por unos simpáticos maleantes; prueba su inocencia y evidencia al verdadero culpable: el hijo de la muerta, no sin evadir al malencarado matón que se ha contratado para silenciar los inconvenientes y termina por heredar el famoso hotel que al final de sus días dejará a su estimado botones, que en el futuro se encargaría de relatar la historia a un escritor.
Y todo este embrollo, Anderson asegura que fue inspirado por la novela La piedad peligrosa, también conocida como La impaciencia del corazón, de Stefan Sweig. Quién sabe qué opinaría el escritor de esto, ya que el mismo director dice que “no había leído nada de él, es que ni siquiera conocía su obra, hasta que hace ocho años leí su, creo, única novela, La piedad peligrosa. En Estados Unidos es un autor desconocido, pero que ahora ha logrado cierto prestigio porque su obra es ya de dominio público y se está reeditando. Empecé a leer más y más de él, y me gustó el aroma de su trabajo, su estructura de historias dentro de historias. Espero que la película responda a su estilo”.
El libro busca sondear la profundidad de los sentimientos y la condición humana. Del estilo de Anderson, que también ha utilizado sus mismos predecibles recursos hasta para filmar comerciales de Prada, American Express y Stella Artois, qué se puede decir, sino que sus estructuras fílmicas se parecen a un gran comercial, que tiene la prioridad de entretener al espectador para que no cambie el canal.
Es verdad que uno pasa un rato agradable al ver El gran hotel Budapest, y se divierte, al menos hasta que las situaciones cómicas parecen excesivas. Los gags se rematan unos tras otros sin descanso. Un movimiento obsesivo constante para mantener el mood, en donde la simetría de los planos casi enfermiza, los barridos para cambiarlos, los travellings y los close up o los bust shot para abundar en la gestualidad de los actores, refuerzan una y otra vez esta concepción cinematográfica, que parece no dejar de sentir nostalgia por lo retro, además del ya consabido uso de maquetas para sus ilusiones arquitectónicas.
Al respecto, esto dice el crítico de cine, Jorge Ayala Blanco en una de sus reseñas: “Esa excéntrica estructura narrativa en abismo heráldico de una historia dentro de otra historia al infinito demencial, esa maniática atención a todos los detalles prepotentes y significativos, esa retórica de alcurnia con recitados de poesía romántica a la menor provocación altisonante, esa red incomparable de majestuosos interiores centroeuropeos en contraste con las mazmorras o los túneles goteantes, esa trama tan laberíntica como esa abrumadora red de peripecias atosigantes, esos controles ferroviarios a punta de culatazo, esos pactos solemnes para la eternidad, esa idealizada interdependencia fáustica entre los héroes que revelará mutuamente salvadora y ese regusto gratuito por la estilización voraz en el vacío”.
Y como en otros filmes, aún cuando el peso por completo y sin demérito alguno está en el talentoso Ralph Fiennes, desfilan por la pantalla una andanada de prestigiados actores como Adrien Brody, Willem Dafoe, Bill Murray, Edward Norton, Jeff Goldblum, que a pesar de que en algunos casos sus participaciones son por demás fugaces, no declinan su actuación gracias a las habilidades sociales de Wes porque “les llamo, pero nunca les digo el tamaño del papel, lo que sería descortés, sino que les pido ayuda para hacer la película, y se apuntan”, y todo eso por supuesto que le sirve para promocionar y vender la película, que deja el sabor a un gran artificio que no trasciende de la pirotecnia, con un largo catálogo de lindas postales y retratos de famosos.