Houellebecq en la cima de Francia

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El ocho de noviembre se dio la noticia: Michel Houellebecq acababa de ser anunciado como el ganador del Premio Goncourt. Como el fuego sobre un reguero de pólvora, la información corrió por todos los diarios de Francia, la televisión, la radio, por todo el mundo francófono. Para Le Monde, la noticia no era sorpresa alguna. Era una deuda saldada: en 2005 había perdido en la última ronda, y en 2001 en la segunda.
Autor de historias sin rasgo alguno de romanticismos ni anacronismos, plantadas de lleno en el mundo presente (y una pizca en el futuro), Michel Houellebecq es probablemente el autor francés más reconocido fuera del hexágono, sobre todo por sus novelas, aunque también es un poeta consagrado y un diletante de otros campos: en la música, con un disco de poesía en su propia voz, acompañada por los acordes , y en el cine, como director de la adaptación de La posibilidad de una isla y de tres cortometrajes e incluso de un documental.
La novela que le ha traído el codiciado fruto, La carte et le territoire, cuenta la historia de Jed Martin, un joven artista que se encuentra en Irlanda y en el año 2015 a Michel Houellebecq y le pide que escriba una breve introducción para su próxima exposición. En pago, pinta su retrato. Liado en una relación que no acaba de cuajar y testigo del paulatino pero visible envejecimiento de su padre, no sabe que Houellebecq está apunto de ser brutalmente asesinado y decapitado.
Pero se trata de un homónimo, solamente. La cabeza del verdadero Houellebecq disfruta ahora de los laureles de la consagración y la fama, aunque no sin algunas sombras en su pasado: una infancia de abandono por parte de su padre y su madre, quienes lo dejan a la edad de cinco meses en Algeria con sus abuelos maternos, para pasar a la Francia central cuando tenía seis años, a casa de su abuelo paterno y su compañera, madame Houellebecq.

El Premio Goncourt
En el corazón de París, en el barrio de la Ópera hay un restaurante de profundo abolengo y manteles largos, el Drouant. Un edificio hermoso de tallas en la fachada, herrería forjada en los balcones, y con un toldo gris que marca la entrada elegante al mezzanine de pocas mesas y escalera torcida que lleva a los salones de la planta alta. En uno de ellos, cada martes, sesiona la Academia Goncourt: un grupo de diez literatos e intelectuales que no ocupan sillas (como suele decirse), ni letras (como en las Academias de la Lengua), ni curules (como los congresistas), sino cubiertos, literalmente, porque todos ellos tienen uno reservado de por vida en el Drouant, desde que en 1914 se convirtió en la sede oficial del Premio Goncourt.
Más o menos equivalente al Cervantes (para lengua española), el Man Booker (para lengua inglesa) y el Akutagawa (para lengua japonesa), el Premio Goncourt es el fiel cumplimiento de una última voluntad, registrada en el testamento de Edmond de Goncourt, donde pedía que se premiara la mejor y más imaginativa obra de prosa del año, por lo que el jurado tendría que reunirse frecuentemente a cenar, para discutir las novedades editoriales.
Pero no sólo la tradición del espacio ha perdurado, también la del monto económico: 50 francos, que de seguro en 1903 (cuando se otorgó el primer galardón) no era una suma despreciable, pero que con la inflación de más de un siglo y la conversión a la moneda continental, se ha convertido en un cheque de diez euros: todavía alcanza para dos tragos de hora feliz en el bar del Drouant.
Así que a estas alturas, el cheque se ha convertido sobre todo en un souvenir, en una reliquia para colgar en el pasillo, en un marquito discreto, como un gustillo personal. Lo que importa es lo demás: la cobertura mediática, y por supuesto: la inmortalidad.

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