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Kí¼stendorf es un pueblo situado en las montañas de Serbia, muy cerca de la frontera con Bosnia. El peculiar nombre de esta utopía hecha realidad es de origen alemán y significa ‘pueblo junto a la costa’, lo cual suena como una impráctica broma pero ante todo de buen gusto. Aunque si supiéramos quién fue el ilustre, sencillo, talentoso, creativo, rítmico, solidario, humorístico e incansable personaje (adjetivos sobran le sobran) que decidió nombrar así a ese mágico-cómico-musical pueblito donde un hombre -él- vive que sueña feliz (mente), entenderíamos un poco mejor los porqué de este singular apelativo. En este poblado hay hotel, iglesia, escuela (sobre todo enfocada a la creación y las artes), restaurante, casa de huéspedes, algunas casas, un par de tiendas y un aroma a esperanza -y por consiguiente de verde textura-, gracias a su creador, quien además de crear este oasis en medio de la montaña para vivir en el, también lo hizo para su familia y sus amigos, que son muchos y tienen que ser sin duda finísimos personajes, con gran sentido del humor y una sensibilidad humana a raudales. En los alrededores de Kí¼stendorf ronda el espíritu de lo antibélico, a pesar de las tantas muertes que carga su memoria, y sobre todo, de sus un chingo de risas aún vivas que no saben de diferencias, ni religiosas ni políticas ni ideológicas. En este nirvana apolítico, donde solo las expresiones artísticas debaten entre sí y se disputan la atención de quienes las aman, así como sitios aledaños tan característicos de la región, se filmó la más reciente película del soñador que hizo posible un lugar tan curioso, interesante y chido como tal parece ser Kí¼stendorf: La vida es un milagro (Bosnia, 2004). Supongo que ya irán imaginando o ya sabrán de quién es el milagroso hacedor de un milagro como Kí¼stendorf, o como sus geniales películas (prácticamente todas laureadas, y no precisamente con el devaluado Óscar) o por la original música que crea con su bajo y junto a su No-Smoking Orchestra, o incluso por ese –supongo- milagro documental que viene sobre la vida de su ídolo y carnalito, Diego Armando Maradona (otro milagro per se). El hombre nació en Bosnia (1954), aun parte de la ex Yugoslavia, y todos los que aman y viven con intensidad la vida, el arte y la buena onda lo quieren. Se llama, Emir Kusturica.
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A punto de cumplir 50 años, Kusturica parece que solo quiere divertirse, que, mucho cuidado, no es lo mismo que entretenerse. Sea en una gira mundial junto a su banda, sea filmando una película que solo él es capaz de filmar (siempre su universo propio, siempre), sea en Mar de Plata protestando como uno más contra Bush, la guerra o el ALCA, sea a través de esa mente que evidente (mente) lo divierte, y viceversa. Porque si algo tiene Emir es esa extraordinaria capacidad de reírse de sí mismo (y de paso de todos, pero con tooodo respeto). Y es que quién puede no sentirse maravillado (chale, sí, hay muchos, pero pos ya qué) con inolvidables filmes como ¿Te acuerdas de Dolly Bell? (1981, y León de Oro en Venecia), Cuando papá se fue de viaje de negocios (1985, y Palma de Oro en Cannes), Tiempo de gitanos (1989, y mejor director en Cannes), Sueños de Arizona (1993, y Oso de Plata en Berlín), Underground (1995, y Palma de Oro en Cannes), Gato negro, gato blanco (1998, y León de Plata en Venecia), Historias de Súper 8 (2001,y mejor documental sobre su orquesta en Chicago) y la que da pie a este Cinechoro, La vida es un milagro (ganadora del Prix de l’Education Nationale en Cannes). Y bueno, si se sabe del activismo humanitario que lleva cabo, o su proyecto que se está haciendo realidad en Kí¼stendorf (una zona libre de estúpidos, avaros y bélicos, e incluyente de artistas de toda raza, clase social y nacionalidad), uno no puede salvo amar, admirar y adorar a este personaje, quien tiene una cara de cómico y buena onda que no puede con ella. O sí, y tan puede con ella que por eso todo lo que hace lo hace extraordinariamente bien y a su manera: con la firma de la casa. Si no se han acercado al ‘Mundo Kusturica’, no pierdan más el tiempo: acérquense a sus películas y cúrense en salud (sobre todo mental y sentimental), escuchen su música y gocen lo que es único y original y lean lo que también escribe este hombre, un ser humano que se quedó sin casa por la Guerra de los Balcanes y construyó una utopía. Un ser humano como deberían de haber más en este planeta, sobrepoblado de seres humanos cada vez más en el profundo hoyo de sus peores y más nefastas pesadillas. Todo lo contrario a Kusturica.
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Porque él sueña, dormido o despierto. Ha creado un mundo paralelo con sus filmes y con su música. Dicen que lo suyo es algo parecido al realismo mágico, pero la verdad siento que es algo como un magiquismo real. Su cine, el cine kusturiquiano, es sublime en imágenes, diálogos, construcción de personajes, situaciones y momentos alérgicos al lugar común, divertido, humano, doloroso, pero siempre y aun a pesar de todo esperanzador, iluminante, gratificante. En fin, uno de esos sujetos que provocan (como dijera el maese Sabina) en los caminantes de los bulevares rotos, en los que pudieron ser y no han querido y en los iguales a él (los diferentes), motivos para seguir estando acá, haciendo lo que a cada uno les venga en gana, ya sea soñando o creando o simple (mente) viviendo. Hace un par de semanas fue uno de los invitados especiales en La Noche del 10. Ahí, articuló pocas palabras pero dijo mucho, se movió casi nada pero expresó tantísimo. Sí: Maradona se llamará su siguiente película, un documental sobre un personaje único que subió al Cielo, cayó al Infierno y se está estableciendo a apenas en la Tierra; vaya, como uno de esos originales personajes creados por el milagroso Kusturica. Luego se fue a la marcha anti-bush, como uno de los más destacados y aplaudidos que subieron en Buenos Aires al Expreso del Alba –rumbo al Pacífico sur- para manifestarse por lo que piensan, sueñan y quieren vivir quienes no forman parte de la Gran Dictadura Mundial. Mientras otros más, “a otra cosa mariposa”.
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El milagro de la vida. Una película que, con todo y que de pronto podrían sobrarle unos 20 minutitos (no vaya a escucharme el máster Emir y me descomulgue), son muchos milagros de la vida. La mayoría milagros laicos, como también los hay. Donde un pueblo es feliz con su música y particulares costumbres, casi sin darle mucha importancia a la guerra que se avecina, por que lo suyo lo suyo es la fiesta de vivir. Surrealista por instantes, la realidad es más realista que las ficciones de la ficción que narra la historia de esa gente, ese pueblo, esa forma de vida tan maravillosa. En esta cinta, hay un hombre encargado de una estación de tren donde todavía no hay tren; su hijo, un chico talentoso para el futbol que espera ser alistado por un equipo importante, no por el ejército; la esposa, cantante de ópera venida a menos, más loca que una cabra y muy mamá; y claro, además de otros personajes del pueblo como el curioso enterrador, el voraz alcalde y el burro suicida, una enfermera serbia (lo demás, obvio, son bosnios) que se encandila de amor al primer ver del protagonista. Lo que se dice, lo que se ve y lo que se escucha es un canto a la vida como si cantar fuera una risa interminable aún con su Apocalipsis encima. Todas las secuencias e instantes son de una originalidad que cala hasta la conciencia. Misma que se hace corpórea y atraviesa la pantalla para darle al espectador una simpática y reflexiva patadita concientizadora. Lo bueno lo malo y hasta regular (mente) de la existencia se dan cita en un microambiente, donde el tren y sus túneles son metáfora del múltiples caminos que se pueden tomar, de las muchas sorpresas que uno se encuentre al otro lado de un puente. Para qué venderles la fiesta de antemano. Vayan a la fiesta, viendo esta fantástica cinta. Donde el milagro de la vida es el milagro de que un ser como Emir Kusturica exista entre nosotros.