“Extraño narrador, tan mal leído”: de esta manera abre la biografía del escritor Jesús Gardea (Chihuahua, 1939-2000) el crítico Christopher Domínguez Michael en su Diccionario crítico de la literatura mexicana (2007). Y, para mala fortuna de las letras mexicanas en general, no está muy alejado de la realidad, no obstante que han visto la luz cinco libros de cuentos suyos, trece novelas (incluida la póstuma Tropa de sombras, 2003) y un poemario (Canciones para una sola cuerda, 1982).
Jesús Gardea fue un escritor que habitó —en su vida y con su pluma—, esos enormes espacios arenosos y deshabitados que la aridez hace suyos, donde priva, para seres y objetos por igual, un ambiente seco: el desierto. (“Literatura del desierto” le dijeron que escribía —cosa que él denostaba.) En Gardea es posible advertir su preocupación por crear una atmósfera: en su espacio narrativo —Placeres: el desierto, el llano— sus olvidados personajes perviven en un “furioso y apasionado silencio”, donde “observan y viven el devenir, el dolor y la muerte”, escriben Ysla Campbell y María Rivera (Textos para la historia de la literatura chihuahuense, 2002). Gardea, en este sentido, le debe mucho a El llano en llamas, esa bien cimentada columna de la literatura mexicana.
Gardea hizo del sol y sus efectos una presencia constante en sus cuentos y novelas. En su geografía particular, Placeres —su natal Delicias— (escenario de El sol que estás mirando, 1981), el sol todo lo quema, todo lo alcanza a tocar, todo lo reduce a un mero reflejo luminoso que arde y se estira y deviene acontecimiento. “Tal vez por eso el sol (…) cobra la dimensión de un personaje. Ni mis personajes ni yo nos lo podemos quitar de encima”, a propósito diría el autor en una entrevista.
El sol es “un personaje omnipresente que reclama y te roba la atención aunque te niegues”, mas también es espacio, tiempo, un agente que va y viene alumbrando y sombreando sus cuentos y novelas, algo que subyace a su estructura. No es, sin embargo, una recurrencia a la que echa mano por un sinsentido, nada hay de eso. La narrativa gardeana es precisa, certera, minimalista, al modo del mejor Faulkner. José María Espinasa, en Hacia el otro (1990), dice: no sucumbe, y por su voluntad estilística se aparta del realismo mágico, sin negar lo que debe al García Márquez cuentista, pues “evita el facilismo de ángeles y resucitados”, e incluso “podría recordar a un Arreola seco.”
A Placeres, esa comarca del deseo de Gardea, se le podría considerar un entramado de trazos y límites fantasmales, cuya línea última estaría marcada por el dedo del sol: ahí donde el sol pueda andar a sus anchas algo existe, pero donde la sombra abre su territorio entonces el paisaje es impreciso, inatrapable, una luz del desamparo. En Placeres, como en la Comala rulfiana o el condado faulkneriano de Yoknapatawpha, el autor apunta a lo mismo, “a la reconquista de un espacio imaginario.”
Los personajes de la novela El sol que estás mirando, son todos reflejos de ese sol que, invencible, sombrea, con su magnificencia, aquello que no alcanza a lo largo y ancho de Placeres. La tesitura en la que se desenvuelven aparece teñida de claroscuros: según el sol se les unte o los abandone, así como “la ciudad es distinta para el que viene del desierto o del mar.” Espinasa resalta que los personajes de Gardea, a propósito de cómo el destino se manifiesta en ellos, “no se quejan, viven su vida y le dan profundidad. La letargia en que los personajes viven es ausencia de tiempo.” Son todos entes que actúan a expensas, y a su pesar, del sol de todos los días, y cuando éste falta, en esas raras veces, aparecen descoloridos.
En El sol que estás mirando la luz del sol es también la “intermitencia”, ésa que, según Roland Barthes, “centellea entre dos piezas, entre dos bordes”: los personajes y el escenario (Placeres), que no es tal, sin embargo, si el sol mismo no estuviera presente en su superficie y anidando, carcomiendo sus honduras.
“Francisca, ya no volveré”, fueron las últimas palabras de Gálvez (papá de David, niño-protagonista de El sol…) antes de morir mientras el viento, entrando por la ventanilla, le revolvía el pelo. Y es que en Placeres “los muertos se van apenas muertos, se quedan los vivos, los siempre agonizantes, solos con una soledad absoluta.” Espinasa apunta que precisamente “la soledad es lo que mejor se aclimata al estilo de Gardea”, y sin embargo donde “el sol no deja que nada se olvide”.