La vida y la obra de Curzio Malaparte (1848-1957) encarnan la paradoja de la libertad. La libertad de un poeta que ha defendido a lo largo de su existencia el arte en contra de la barbarie, de un librepensador convencido que sólo el respeto por la cultura podía salvar a Europa de la catástrofe de la dictadura y la guerra.
Una paradoja que él, quizás de manera inconsciente, había predicho cuando en 1925 firmó por primera vez con su nombre artístico el ensayo Italia bárbara: Kurt Erick Suckert, nacido en Prato, Italia, de padre alemán y mamá italiana, escogió su pseudónimo inspirándose en un panfleto decimonónico titulado Los Malaparte y los Bonaparte
Este pseudónimo literario fue tristemente acertado: el escritor italiano durante su vida cambió seguido de “parte” (pasó del fascismo al liberalismo, del comunismo al catolicismo) y esto le costó no solamente críticas y descrédito, sino también años de cárcel, de exilio y de persecuciones políticas.
En eso estriba justamente la paradoja: “No es cierto, como se lamentaba Jonathan Swift, que no se gana nada con defender la libertad”, escribe Malaparte en el prefacio a la primera edición italiana del 1948 de Técnica del golpe de Estado, libro que publicado por primera vez en Francia en 1931, lo lanzó a la fama como escritor. “Siempre se gana algo: aunque sólo sea la conciencia de la propia esclavitud, por la que el hombre libre reconoce a los demás”.
Y es por eso que también Malaparte, a la par de otros grandes escritores italianos como Pasolini o Papini (otro que en su vida cambió frecuentemente y con desenvoltura de “parte”—¿será esto lo que no le gusta a los intelectuales italianos?), tuvo más éxito en el exterior que en su país.
Las dos obras que consolidaron su fama mundial, Kaputt (1944) y La piel (1949), fueron reeditadas en español por Galaxia Gutenberg y son de próxima salida en las librerías de México. Sin embargo, antes de hablar de estos libros hay que hacer un paso atrás, y regresar a Técnica del golpe de Estado, indispensable para entender la vida, la sucesiva producción –y las paradojas– de nuestro autor.
Entre el Bien y el Mal
“Odio este libro mío. Lo odio con toda el alma”. Así inicia el citado prefacio a la edición de 1948, titulada Que a defender la libertad uno siempre pierde. “Me ha dado la gloria, esa pobre cosa que es la gloria, pero también muchos disgustos. A causa de este libro he conocido la cárcel y el destierro, la traición de los amigos, la mala fe de los adversarios, el egoísmo y la maldad de los hombres”. Y continúa: “Con este libro nació la estúpida leyenda que me convirtió en un ser cínico y cruel, una especie de Maquiavelo disfrazado de cardenal de Retz cuando no soy más que un escritor, un artista, un hombre libre que padece más los males ajenos que los propios”.
Técnica del golpe de Estado fue prohibido en varios países europeos y, en particular, en la Italia de Mussolini y la Alemania hitleriana, donde fue quemado en plaza pública según la costumbre nazi.
Bien recibido en los ambientes republicanos de Inglaterra, Estados Unidos y España, pero sobre todo de Francia, donde incluso se convirtió en un clásico, el libro fue considerado, tanto por la izquierda como por la derecha, como una invitación a la conquista violenta del poder, cuando, al contrario, en las intenciones del propio autor debía ser un análisis técnico para la defensa del Estado.
Más allá de las críticas, este libro, que como pocos, dice Malaparte, ha servido así de bien, y de manera gratuita, al Bien y al Mal: significó un cambio radical en su vida. El escritor se había adherido con entusiasmo al fascismo desde sus inicios, y fue uno de los intelectuales que impulsó y celebró la llegada al poder de Mussolini. Sin embargo, cuando la política del dictador comenzó a alejarse de los ideales de revolución social que habían fundamentado la teoría fascista, tomó distancia, hasta llegar al repudio y la condena abierta.
En 1932, un año después de la publicación del libro, fue despedido de su puesto como director del cotidiano La Stampa, acusado de individualismo. Refugiado en Francia, en 1933 fue arrestado y enviado al destierro en la isla de Lipari, por “actividad antifascista en el exterior”.
De allí empezó una serie de persecuciones políticas por parte de Mussolini, que lo llevaron varias veces a la cárcel y a la confinación, constantemente vigilado por la policía. Hasta que en 1940, al estallar la guerra, fue enrolado como capitán del ejército italiano y, gracias a la amistad de Galeazzo Ciano, ministro del exterior y general de Mussolini, fue enviado a diversos frentes como corresponsal del prestigioso diario Il Corriere della Sera. Así empieza la historia de sus dos obras maestras.
Una guerra de kopparôth
Kaputt es un libro cruel. “Su crueldad es la más extraordinaria experiencia que yo haya recabado del espectáculo de la Europa en estos años de guerra”. Así Malaparte describe su obra Kaputt, palabra alemana que deriva del hebraico kopparôth, (víctima) y que de alguna manera es el hilo conductor del libro.
“Ninguna palabra, mejor que la dura, y casi misteriosa palabra alemana Kaputt, que literalmente significa ‘roto, acabado, despedazado, en desgracia’, podría dar un sentido de lo que somos nosotros, de lo que ya es Europa: un montón de ruinas”. Otro escritor, el ruso Vasili Grossman, describe en Vida y destino cómo los alemanes pasaban en sus camiones gritando: “Juden kaputt!”
Curzio Malaparte en su obra es casi un espectador, en el sentido en el cual observa un paisaje: constante, indispensable, pero no protagónico. El libro es el relato de las experiencias vividas como corresponsal de guerra entre 1941 y 1943, una narración entre la crónica y el cuento visionario de las atrocidades ocurridas en el frente ucraniano antes, y finlandés después, donde fue enviado a causa de los artículos desfavorables que escribió sobre la avanzada alemana en la Rusia soviética.
Las historias se llenan de personajes evocados con imágenes simbólicas y veristas al mismo tiempo: príncipes y embajadores de diferentes países, soldados, oficiales alemanes y niños de las aldeas rusas, se alternan retratados con un lenguaje poético, en contraste con la causticidad con que se describen las brutalidades de la guerra y los desolados paisajes de destrucción, donde todo huele a muerte, a descomposición.
Malaparte oscila entre lo atroz y la elegancia, entre la ironía y la mordacidad, inspirándose en d’Annunzio y Proust, de los cuales recupera el lenguaje barroco y el estilo suntuoso, casi onírico, para escandalizar, denunciar, provocar y hacer reflexionar sobre la miseria de los pueblos vencidos, y sobre el miedo que atenaza, como una enfermedad mortífera, a toda la gente de Europa, incluso a los alemanes, para quienes ese miedo se convierte en crueldad y afán de destrucción.
La asquerosa piel
Para Malaparte, escéptico pero en ningún momento nihilista, en la guerra todos los pueblos, tantos los vencedores como los vencidos, son de alguna forma víctimas, son kopparôth.
“Una terrible peste se propaga por Nápoles desde el día en que, en octubre de 1943, los ejércitos aliados entraron como libertadores: una peste que corrompe no el cuerpo sino el alma, empujando las mujeres a venderse y los hombres a pisotear el respeto de si mismos”, se lee en la cubierta de la edición italiana de La piel (Adelphi, 2011), obra que Malaparte escribió en 1948.
Recibida la noticia de la caída de Mussolini en 1943, el escritor regresó a Roma desde el frente finlandés y se convirtió en enlace con el Comando Aliado establecido en Nápoles luego del desembarque en Salerno.
La piel es una descripción de la primera ciudad europea liberada por los aliados, en que Malaparte, con su escritura decadente y estética, que va de lo romántico a lo neorrealista, del narcisismo al paganismo –signos distintivos de toda su obra y su vida–, retrata la miseria de una Nápoles liberada luego de tres años de hambre, epidemias y bombardeos, que se encuentra ahora corrompida y devastada por la libertad recién conquistada.
Esta libertad conlleva un precio muy alto que pagar: recitar la parte de los vencidos, padecer el desprecio de los vencedores, al mismo tiempo que, por honor a la patria, tiene que vitorearlos y celebrar en nombre de toda la Europa sometida y aplastada, la llegada de los salvadores.
“La peste es en la mano piadosa y fraternal de los libertadores, en su incapacidad de atisbar las fuerzas misteriosas y oscuras que en Nápoles gobiernan los hombres y los hechos de la vida, en su convicción de que un pueblo vencido no pueda ser sino un pueblo de culpables”.
En este horrible contexto, donde una adolescente por un dólar se deja manosear para verificar su virginidad, donde mujeres con pelo descolorido usan pelucas rubias para sus vaginas porque “Negroes like blondes”, y donde madres venden a sus niños a los soldados marroquíes, no queda otra cosa que salvar la piel: “Se cree luchar y sufrir por la propia alma, pero en realidad se lucha y se sufre por la propia piel”, la asquerosa piel, sentencia el autor.
La esclavitud del hombre libre
“Qué sabemos nosotros si los intelectuales, los escritores, los artistas, los hombres libres, no sean una raza peligrosa, hasta inútil, una raza maldita? ‘Que sais-je?’, decía Montaigne”, escribía irónicamente Malaparte en 1948, recordando las persecuciones que había padecido, con una escalofriante actualidad.
Malaparte, con sus advertencias, nos recuerda que la libertad, lábil y amenazada de continuo, es una paradoja, un espejismo en que creemos y que seguimos persiguiendo, tal vez en vano: “Lo propio del hombre”, concluye en el prefacio, “no es vivir libre en libertad, sino libre en prisión”.